El espectáculo vuelve a continuar.
Broadway es una industria de gran importancia para la ciudad de Nueva York con un enorme valor económico y simbólico. Hace veinte años, tras los atentados de las torres gemelas, los espectáculos reabrieron solemnemente el 13 de septiembre después de solo dos días de suspensión, queriendo mandar un mensaje de esperanza y resistencia (Show must go on) a una ciudad en duelo y a un público aún en estado de shock que tardaría semanas en volver a llenar las butacas.
Veinte años después, el 13 de septiembre del 2021, los teatros de la ciudad empezaban a levantar poco a poco el telón después de año y medio de cierre absoluto forzado por la pandemia, la interrupción más larga de su historia. Dieciocho meses de paro forzado para actores, actrices, directores, compositores, músicos, bailarines, guionistas… personal artístico, técnico y de servicios de los más de 300 teatros que forman el conglomerado escénico de la ciudad que han vivido el apagón de los focos navegando en la oscuridad como han podido entre las dificultades económicas, la tristeza, la resistencia y la incredulidad. Como si la vida se les hubiera convertido en un mal sueño.
“¿Qué quizá soñando estoy
aunque despierto me veo?
No sueño, pues toco y creo
lo que he sido y lo que soy”.
En un guiño a los tiempos extraños que vivimos, La vida es sueño es la producción con la que reabre Teatro Círculo, un teatro del llamado Broadway alternativo consagrado a programar teatro en español, incluyendo teatro clásico de altísima calidad. En su puesta en escena no se sube el telón porque la sala es una caja negra, pero se hace la oscuridad absoluta y el espectador cae de repente al sótano de la torre donde Segismundo vive encerrado por su padre, perdido en la oscuridad, sin saber distinguir entre el sueño y la realidad. El retumbe seco de las cadenas, el sonido sordo de los golpes en la madera, las figuras negras encapuchadas (actores o actrices, qué más da), la ausencia de música y de cualquier tipo de efectos especiales que ofrece hoy la tecnología; y las luces indirectas que alumbran tenuemente desde debajo de una gran mesa-escenario arrojan al espectador que la rodea a un ambiente claustrofóbico, estoico, árido, triste y confuso, como los pensamientos de Segismundo en su encierro o los 20 meses pandémicos que cargamos a la espalda.
Perdidos en la oscuridad o apenas silueteados en la penumbra, los actores y actrices enfundados en un opresivo burka contemporáneo se convierten en verdaderos instrumentos musicales anónimos de una orquesta que recitan, en perfecta armonía, los versos de la partitura que les han correspondido a cada uno en una distribución sorprendente que atraviesa personajes, géneros y singularidades: tres Segismundos intercalan sus versos con precisión desde esquinas del escenario a dos Rosauras que escuchan desconcertadas; dos Astolfos y dos Estrellas desdoblan los versos de sus parlamentos en duplas paralelas, como si en la oscuridad pudiera haber reflejo; cinco Segismundos (en sus horas más negras y violentas) acosan y violan a una Rosaura que desparece en un pozo oscuro hecho de sombras…
Más que una obra de teatro, una hipnótica ensoñación en la que el espectador no ve a Segisumndo deambular entre la cordura y la locura, sino que se enloquece con él, preguntándose quién es quién y el sentido de los tiempos que vive, cuál es su condición en este mundo, qué hay en la oscuridad, qué es sueño y qué es realidad, mientras la música y el alma del verso estremece la piel y el corazón, brillando con luz propia en una deliberada oscuridad.
“¿Qué es la vida? Un frenesí
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son”.
Afortunadamente, el espectáculo vuelve a continuar.
Fernando Travesí