Valéry: una cabeza en el mundo

José Luis Trullo.- Paul Valéry pertenece a una estirpe de escritores quizás ya desaparecida para siempre: la de aquellos que aspiraban a desvelar, por medio de su sola inteligencia, el misterio del pensamiento humano. No se trata exactamente de un filósofo, aunque comparte con algunos de ellos (Husserl o Wittgenstein) un mismo ímpetu por desbrozar el punto germinal del que emana nuestra comprensión del mundo, sus leyes y su funcionalidad. Dicha categoría de pensadores libres y ambiciosos ha pasado a mejor vida: en el siglo XXI, la escritura reflexiva se ha visto confinada al ámbito del ensayismo literaturizante, mientras que la indagación acerca del pensar ha caído, quién sabe si para siempre, en las garras de la neurociencia, esa superstición que consiste en coger el rábano por las hojas y elevar la caja de resonancia de la guitarra a la categoría de origen de la música que emite.

Es por ello que la publicación de Valéry. Tratar de vivir (Ediciones del Subsuelo) genera cierta melancolía acerca de todo lo que llegó a ser la cultura occidental y ya no es. Recorrer sus páginas supone rememorar el esplendor de una intelectualidad que ha dejado de existir, con sus grandezas y sus miserias irrepetibles. ¡Cuánta lucidez, cuánto criterio, qué majestad en las metas que se planteaba el autor de Monsieur Teste, La joven parca El cementerio marino!

Sin embargo, no es en las obras literarias más difundidas (y, aun así, poco conocidas en la actualidad, más allá del ámbito francófono) donde más puro brilla el talento de Valéry, sino en sus monumentales Cuadernos, de los cuales se halla en curso la edición definitiva en su idioma original, y que en España solo han visto la luz de manera parcial, aunque sustanciosa, de la mano de Andrés Sánchez Robayna. Es en el trabajo diario, al rayar el alba, que aborda el autor sobre sí mismo -y, así, sobre el orbe entero, en una síntesis macromicrocósmica de recia prosapia pero que ha caído en el olvido, arrasada por el especialismo técnico y la compartimentación de los saberes- donde alcanza las más altas (y hondas) cotas de excelencia. Sobre este peculiar y abigarrado diario en aforismos escribí en otra ocasión, y no voy a extenderme más sobre ello.

La biografía de Benoît Peeters es excelente. Consigue brindarnos una imagen precisa y suficiente de un autor cuya vida nunca estuvo a la altura de su ambición un punto megalómana. En capítulos breves y fácilmente legibles, introduce al lector de manera diestra y progresiva en el archipiélago de obsesiones de un autor proclive a ellas. De todos modos, pronto se hace patente que no es en la glosa pormenorizada de los distintos episodios vitales donde debemos buscar (y podemos encontrar) el genio valeryano. Para quienes amamos su propuesta intelectual, de hecho, no depara ninguna sorpresa relevante en términos sustanciales; sin ir más lejos, el acceder al conocimiento de sus amoríos apenas roza la superficie de una titánica tarea que nada tiene que ver con ellos. Se plantea, una vez más, la eterna diatriba acerca de la relación del hombre con su obra: si ya es problemática en términos generales, en el caso de Valéry cae, de lleno, en lo prescindible.

Aun así, el libro de Peeters resulta una tarjeta de embarque inmejorable para iniciarse en el proceloso viaje hacia una cabeza que aspiró a erigirse en el centro mismo del mundo, por cuanto atisbó a reconocer en ambos un mismo principio rector. El epílogo, «Leer a Valéry», constituye una aportación valiosa en aras a la revalorización de un autor y una obra cuyas dimensiones aún estamos lejos de apreciar en su justa medida.

B. Peeters, Valéry. Tratar de vivir. Traducción de Mateo Pierre Avit. Ediciones del Subsuelo, Barcelona, 2021. 382 págs.

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