Armando Pego Puigbó: “Los clásicos siguen vibrando dentro de nosotros”

Ismael Sánchez.- Armando Pego Puigbó publicó hace ya meses un libro titulado El peregrino absoluto que, a despecho de los pronósticos, ha conseguido concitar un interés creciente, con reseñas continuas y, recientemente, incluso una reimpresión por haberse agotado la primera. Esto, tratándose de una obra en abierta polémica contra la Modernidad y en defensa de los valores religiosos, puede ser un síntoma de un cambio social… o no. Para despejar las dudas, conversamos con el autor, catedrático de Humanidades en la Universitat Ramon Llull.

-¿Cuál es el espíritu que le llevó a escribir El peregrino absoluto?

-Estaba acabando de preparar mis Memorias de un güelfo desterrado (Vitela, 2016), con las que concluía la Trilogía güelfa que había iniciado unos años atrás, y noté con claridad que eran el primer movimiento de un proyecto más amplio. En el fondo, la Trilogía era una reflexión sobre el principio de la creación tras la Caída de las humanidades, entre cuyas causas es preciso aceptar que también cuentan sus deméritos. Como su siguiente paso, El peregrino absoluto ha deseado aventurarse en las consecuencias más devastadoras de esta época posthumanista. Como en el momento en que empecé a redactarlo leía sin descanso toda obra de Léon Bloy que cayese en mis manos, quise conmemorar el centenario de su muerte homenajeando y continuando, como si fuera la tercera serie, el espíritu de su Exégesis de los lugares comunes. El lenguaje y su guardián más noble, la gramática, están bajo el asedio de una horda de latiguillos y frases hechas que quieren ahogar, con su estupidez y su venalidad al servicio del filisteo, que es el Burgués de este tiempo, cualquier atisbo de la nobleza del ser humano: la posibilidad de decir y agradecer la realidad. Podría decirse que es un libro de una oscura diversión: la que nos asalta en el duermevela de Getsemaní.

-Si Léon Bloy se levantase de su tumba, ¿cree que habría aprobado su libro?

-A diferencia de Bloy, soy un hombre de naturaleza callada y retraída. Sin embargo, arde dentro de mí un fuego que, por encima del siglo, en la perspectiva de la eternidad de que la que según el maestro hemos Caído, le haría reconocerme como un discípulo suyo. De algún modo, él habría entendido por qué también, de un modo diferente del suyo por fortuna, “el Silencio reina sobre mí en un magnífico trono de miseria”. Bloy, que fustigaba con inmisericorde saña a los rufianes y a los imbéciles, era de una extrema delicadeza moral con quienes acudían a él. Quisiera creer que el hecho de que alguien decidiese tomar sobre sí la tarea -y el destino- de continuar, tal como él había deseado, sus Lugares comunes le habría conmovido. En sus Diarios llega a confesar que de ellos “lo que divierte ha brotado de mi tristeza y a menudo de mi angustia”. Doy fe también de ello en los míos.

-¿Qué función le reserva al intelectual en una época que parece haber aniquilado las jerarquías, de modo que todas las opiniones son intercambiables e igualmente (in)válidas?

-A estas alturas, la figura del intelectual me parece un cadáver. Fíjese si está avanzada su descomposición que la ha reemplazado la asesoría de comunicación política, ese extraño sintagma que hace las delicias de los expendedores de títulos actuales. Los intelectuales cumplieron, con mayor o menor agrado, la función que les asignaron los intereses económicos, políticos y sociales de la tardomodernidad. En el fondo se vieron obligados a representar el papel de los bufones. En lugar de príncipes y podestás, los pusieron a su servicio los Partidos. En algunos de aquellos intelectuales brilló con intensidad el afán de libertad y el digno sentido de la independencia que cada ser humano guarda en el fondo de su corazón. En sus mejores rostros está grabada la tristeza de quien sabe que las mejores palabras siempre acaban profanadas. Hoy en día, sin embargo, están reducidos a la condición de mercenarios. Suelen -solemos, ay- formar parte de una banda de especuladores, arribistas, comerciantes del bazar universitario…

-Tras constatar los estragos causados por el materialismo en nuestra sociedad, ¿qué esperar, qué proponer, qué combatir?

No existe otra batalla más dura de dar que contra los enemigos del alma: mundo, demonio y carne. Cada día lucho contra ellos y al final de la jornada no me queda otra que reconocer mi derrota. Sé que no es un programa político, que es imposible con ella establecer unos procesos cuyos procedimientos estén monitorizados por un sistema de calidad en forma de aplicativos o cuyos resultados proyecten el éxito de unas prospectivas de medición. Ya ve que ese lenguaje que El peregrino absoluto detecta e intenta desmenuzar ha penetrado hasta lo hondo de nuestro pensamiento. Por ello, resistir sus estragos, como bien dice usted, debe pasar por una purificación, por un ejercicio –en sentido literal, una ascesis– de las virtudes cardinales, de modo que la desesperada constatación del eclipse de nuestra época se trueque en la esperanza real que manifiestan los pequeños gestos cotidianos. Combatir el mundo, por ejemplo, es no renunciar a la gramática y a las reglas mínimas de la urbanidad. Quien se atreve a practicarlas, estará preparado para luchar contra todas esas medidas que insidiosa e impunemente van recortado nuestras libertades individuales y sociales, públicas y privadas, que nos quieren imponer “por nuestro propio bien”. Combatir el demonio, en el que ya nadie quiere creer, es no arrodillarse para adorar, aunque no se posean por lo general, el éxito y el dinero. Cuidar a la familia, a los amigos, a los débiles, cuidar de todo lo humano que se denuesta con una mueca de burla e indignación, señalando sus indudables contradicciones y desviando la atención hacia otros intereses disfrazados de generosidad, es poner la confianza en que no nos bastamos a nosotros mismos para vivir y no sólo para sobrevivir. Combatir la carne pasa por practicar la templanza en un mundo hiperconectado e instantáneo que a la vez ahonda el sentimiento de aislamiento y de soledad desamparada que nadie está dispuesto a reconocer. Saber callar y cerrar los ojos al guirigay presente tal vez es el mejor antídoto para distinguir las voces escondidas de los ecos ensordecedores.

-Tras dictaminar la muerte de Dios, hace poco más de un siglo, a la sociedad moderna le bastaron unas décadas para anunciar -de la mano del estructuralismo- la del hombre. Ahora, se pone sobre la mesa el concepto de “transhumanismo” como superación de la propia noción de humanidad, a la cual se la acusa de “especismo”. Ante este desaguisado, ¿le parece pertinente reivindicar la propuesta rehumanista, que pasa por volver a los clásicos y restablecer la continuidad perdida con ellos?

-Me temo que en la Modernidad, a un lado y a otro, existe una confianza desmesurada por añadir a las mejores palabras el prefijo re-: Revolución y revuelta, sí, pero también Reforma, renacimiento o restauración. De algún modo, confían en devolver a su estado ideal lo que habría estado deformado, cuando es su acción la que ha causado irremediablemente la ruptura. Esta opinión no encierra ningún lamento desolado. Creo que no hay que volver a los clásicos, sino lograr que los clásicos vuelvan a vivir en nosotros. Los clásicos no permanecen inmóviles en el pasado, como monumentos enterrados en un cementerio de arena, sino que siguen vibrando dentro nuestro manteniendo sus interrogantes ahora dirigidos a nuestra situación. Somos responsables ante ellos. Dicho muy esquemáticamente, he ahí el sentido que otorgo a la Tradición. Lo que hay que evitar es que nos los extirpen bajo la apariencia de su expulsión de los planes de enseñanza; es decir, que se concluya el programa de amputación de nuestra “humanidad” para que seamos sólo una “especie” que es preciso que se extinga para adaptarse a la nueva etapa de una evolución autodecidida.

-¿Qué función le otorga a las artes en el tan necesario redescubrimiento de la espiritualidad del ser humano?

-Aisthesis, percepción íntima e inmediata de la materialidad de la que estamos hechos, es uno de los fundamentos de nuestra naturaleza, casi un requisito de ella. Decía Ramón Gaya que la realidad es apenas nada, sólo una invitación, una proposición a otra cosa. Los artistas exploran esa línea a menudo tan difuminada y tan imprescindible para captar el fondo de lo que nos hace humanos: estar atentos a una llamada de la que jamás estamos seguros, de la que nunca podríamos prescindir. La carencia, la pobreza, el vacío que nos constituye es la riqueza de una Palabra siempre por venir, de una Palabra que sólo en ellos se anuncia y nos atraviesa incendiando sin consumir nuestra espera. Las artes testimonian el paso inasible de tal Espíritu.

 

 

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