Pliego de descargo

 

José Luis Trullo.– La literatura confesional es uno de los géneros literarios más delicados, tanto para el autor como para el lector: el primero siempre está a un paso de exhibirse más de la cuenta, y el segundo de fisgar hasta donde no debería. Los mejores ejemplos son aquellos en los cuales ambos hallan un punto de equilibrio, una solución de compromiso para no morirse de vergüenza o de tedio: San Agustín o Rousseau son las referencias clásicas en la materia, si bien en este caso uno acaba sabiendo más de lo que creía poder soportar y en aquel, menos de lo que quisiera acabar averiguando. Con el romanticismo, el componente personal y/o autobiográfico fue cobrando un protagonismo cada vez mayor (Poesía y verdad, de Goethe, constituiría una de sus cimas), hasta acabar desembocando en el siglo XX en su hipertrofia, con hitos de todos conocidos como La arboleda perdida, de Rafael Alberti, o Confieso que he vivido, de Pablo Neruda, entre muchos otros, si bien en estos casos sería más correcto hablar de autobiografías A todo ello, además, cabe añadir otros géneros afines de la llamada “literatura del yo”, como el epistolario o el diario, así como ese extraño híbrido que es el cuaderno de escritor:  el Libro del desasosiego, de Pessoa (raro caso de ficción real o realismo autoficticio) o los Cuadernos de Cioran serían dos citas ineludibles  Sea como fuere, no se trata de un plato apto para todos los paladares: aquellos que busquen en los libros intriga y aventuras, pueden caer rápidamente en la abulia y la desesperación de no saber a qué agarrarse. Y es que en el arte hay quien busca evasión y otros -los menos- algo parecido a la trascendencia. Pero dejemos eso ahora.

Electra destronada, el tercer libro de Eliana Dukelsky (Buenos Aires, 1982), constituye una continuación natural de sus dos anteriores obras, de naturaleza estrictamente aforística y publicadas ambas por la editorial granadina Cuadernos del Vigía: La lengua o el espejo (con la cual obtuvo el II Premio Internacional José Bergamín de aforismos) y Crianza, donde desplegaba un estilo propio desde la primera hasta la última línea, marcado por la impregnación personal de la escritura y la reflexión descarnada acerca de las trampas que nos ponemos a nosotros mismos para tratar de sobrellevar nuestras dudas, nuestros errores y nuestras culpas. Precisamente ese aspecto, el de la culpa, pasa a ocupar un papel esencial en esta Electra destronada donde la autora se adentra sin ambages en los pantanos de la literatura confesional, armada tan solo con su palabra y su afán de detectar, en cada pliegue de la vida, una chispa de sentido, aunque sea efímero, aunque sea parcial.

Ocurre que Dukelsky se declara a sí misma “tímida”, y ello explicaría, al menos en parte, el escrúpulo extremo con el cual va anotando sus impresiones, según un patrón genérico de diario sin marcas temporales precisas. La verdad, en una época como la nuestra, donde la tónica es justo la contraria (convertir la propia vida en un espectáculo retransmitido en directo), se agradece este recato. Así, la autora opta por aplicar una sordina sistemática, aunque no siempre totalmente efectiva, a sus revelaciones más íntimas, las cuales tienen como destinatario, no desde luego al lector, sino a esa instancia suprema (llámese conciencia personal o lo que se quiera) ante la cual todos debemos acabar rindiendo cuentas más pronto que tarde. Esto también justifica el recurrente uso de la segunda persona, la cual, a modo de espejo o alteridad severa (esa “mirada del otro que reside en ti”, pág. 22), mide y juzga lo que se plasma sobre el papel; de hecho, hasta la página 25 no comparece el yo gramatical.

En cualquier caso, el proceso de autoexploración emprendido se asemeja a un sololoquio a múltiples voces, casi a un canto difónico, ya no solo en el plano conceptual, sino temporal y hasta geográfico: de hecho, el libro se abre con una reflexión acerca del desarraigo que supone el haber nacido en un país y residir en otro donde se habla la misma lengua, sí, pero que aboca a la identidad a un marco de referencias fluctuante. Esta errancia o falta de anclaje preside todo el texto, a lo largo del cual percibimos una lucha denodada por atisbar alguna continuidad en una “memoria volátil” (pág. 44) que, en realidad, acaba invadiéndolo todo. No me parece muy forzado, en este caso, evocar la figura del judío errante (Dukelsky nació en una familia de origen hebreo) como epítome, en verdad, del propio sujeto posmoderno, siempre en diáspora, incapaz de hallar otra coherencia que “la homogeneidad de los fragmentos” (pág. 21). En este contexto, la exigencia de construir el propio espacio vital se presenta como un desafío permanente, de acuerdo con un método basado en la “intuición, prueba y error”. Y ahí es donde cobra pleno sentido el recurrir al apunte, el esbozo y el aforismo como mimbres constructivos de un libro necesariamente deshilachado, que tienta el vacío para dar con esas “perlas en la oscuridad” que rediman, tal vez, el ansia de comprender que nos invade en cuanto humanos.

La maternidad (definida como “presente absoluto”) cobra, de nuevo en un libro de Dukelsky, un papel central, si bien en Electra destronada se constituye en clave axial que parte la existencia en dos: todo parece partir de ella y confluir en ella. Pasado (familia argentina) y futuro (hija española) se anudan en una experiencia abismal como pocas -quien lo vivió, lo sabe-, fecundando una reflexión de amplio vuelo en torno al lugar que uno ocupa en el mundo, cómo gestiona el papel que ha asumido y hasta qué punto debe o no replicar los modelos aprendidos. La experiencia del “desplazamiento” (pág. 81) que supone descubrir que la favorita del padre ahora es la nieta, lejos de ser vivida como una derrota, permite restablecer un vínculo que, en ocasiones, parece haberse disuelto o, al menos, emborronado.

Al concluir la lectura de Electra destronada, el lector tiene la impresión de haber acompañado a la autora -guardando una prudente distancia para nada irónica, y sí comprensiva e incluso indulgente- en una vasta operación de autoexploración teñida de no poco “masoquismo” (pág. 20), en la cual ha asistido a una procelosa recopilación de un auténtico pliego de descargo con el cual lograr, tal vez, un principio de aceptación de uno mismo. Arduo objetivo que Dukelsky, mejor que nadie, sabrá si ha logrado alcanzar.

Eliana Dukelsky, Electra destronada. Prensas de la Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 2021, 107 págs.

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