“Un temblor en las encinas. Biografía de una mirada”, de Gregorio Dávila de Tena
Por Ana Isabel Alvea Sánchez.
El temblor en la vida, a pesar del tiempo.
Gregorio Dávila de Tena tiene varios premios en su haber: Alma de renacuajo, Premio de Poesía García de la Huerta 2017; Hebra de luz. Ejercicios sobre el Cántico, Premio de Poesía Pepa Cantarero 2018; Diputación de Jaén; Madre del agua. Por las huellas del Tao, XXII Premio de Poesía Eladio Cabañero 2019 y, recientemente, entre los recibidos se encuentra el Premio de Poesía Primer Memoria Ana del Valle 2021 por su poemario Un temblor en las encinas. Biografía de una mirada (BajAmar Ediciones).
Su título, según ha afirmado el propio autor, procede de una frase del poeta José Antonio Muñoz Rojas, de Las cosas del campo: “Cuando florecen las encinas hay que temblar”. Evoca también el poema La encina, de Gabriela Mistral.
Es la suya una poesía reflexiva, contemplativa, de influencia oriental y japonesa- varios años de estudio y escritura de haikus lo precede-, con una mirada que viene de antiguo y se ha ido profundizando con los años, afianzando en la tierra y en el paisaje, en esa linde que va de lo exterior a lo interior y vuelve de dentro hacia afuera; porque todo nos incita a las interrogaciones, a desvelar el misterio que nos rodea, ya se asome en unas zapatillas- en las cosas cotidianas, pues los objetos nos hacen respirar paz y quietud-, en las jacarandas o en el temblor de las encinas. Atender a lo sencillo, a lo cotidiano- esas cosas ordinarias e inadvertidas-, al origen, al leve crujido / de las raíces / bajo tierra.
A veces tal búsqueda resulta infructuosa, no hay respuesta en la noche, solo el tiempo que se nos agota, por ello es preciso tener la belleza presente, aprender a verla, y apreciarla. Y nos advierte, junto con Borges, que no miramos a los otros, sino a nosotros mismos; y siguiendo a Montejo y a Bernier, nuestro autor canta entre el cielo y la tierra, a contraluz, en los contrastes, porque así está hecha la materia de la vida.
Su primera parte, “Miradas como palabras”, atiende principalmente a la mirada, que se traduce con el lenguaje:
Busco las palabras ocultas
por un camino de niebla y llovizna
rozando con la punta de los dedos
el misterio que pregonan las cosas.
Constituye un rasgo característico de su escritura las referencias a otros poetas, con los que dialoga, de ahí que cada poema aluda a un maestro, autores como Rilke, Basho, Juan Ramón Jiménez, Borges, Issa, Plotino, Montejo, Bernier, Ernesto Cardenal, Buson, Darwish, Alejandra Pizarnik, Neruda, Roberto Juarroz, Enrique Llamazares o José Hierro.
Otro rasgo que resalta en su poesía es su estética, la belleza y el lirismo de imágenes, símbolos y metáforas, con un hondo y trascendente contenido concentrado en poemas breves y condensados, como un perfume. Una poesía esencial y depurada de ritmo endecasílabo, con predominancia del heptasílabo, sin rechazar el alejandrino o el versículo –formado, en realidad, por la suma de dos versos.
No por fijarse en la belleza elude la ambigüedad de la vida y de nosotros mismos, el ángel y demonio que contenemos, ni tampoco la dureza de la vida:
el cielo calla su pregón de cúmulos
el pájaro vuelve tras la tormenta
la sombra de los abedules
agoniza en el umbral de la inocencia
desolación de la quimera
muerte de las epifanías
No encontramos solo poemas sobre la naturaleza, también hermosos haikus que captan un instante de la vida en la ciudad, aquello que puede pasar desapercibido: Ritmo frenético / de tráfico y peatones / naranjo en flor.
Se vislumbra un dulce lamento por lo que nos queda, aquello que perdemos con el devenir, nuestras despedidas: la vida es el rumor / a veces / de una sombra que tiembla / de un fuego alto / solo las brasas. Aquí mismo, o en la propia nieve y en la lluvia, podemos encontrar la luz, en la propia tiniebla, la luz. Y si nos empequeñecemos y nos sentimos nadie, siempre podemos acudir al niño que fuimos, esa memoria.
La poesía calma la sed del escritor y se colma cuando es leído, dice en un poema en el que cita a Neruda. Sacia un tipo de sed que no puede satisfacerse de otro modo. Ante Juarroz, que desbautizaba el mundo, él siente el silencio: Nosotros / ahora / solo somos la voz / de un pájaro y un niño / un paréntesis de silencio.
Recorremos un viaje íntimo en su segunda parte, “La niebla en los campanarios”, un viaje difícil por lo que creemos los restos de una vida, como si cruzáramos un pasillo con alguna luz fundida, en la niebla de las dudas, para terminar en un bosque que miramos con alegría, sabedores de la transparencia que nos ofrece la lluvia, un día cualquiera, que amanece, siempre de modo inesperado.
Un libro magistral, cuyos versos hacen temblar al lector de emoción, belleza y sabiduría en su mirar fraterno, en sus versos de agua que beben de una tradición universal, el temblor que provoca la vida para quien sabe ver, aunque ya no estemos en verano. Toda una lección de vida.
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