“El juego del calamar”: Nostalgia del chino Cudeiro
Por Carlos Ortega Pardo.
Que los gustos no son algo espontáneo y que siempre ha habido prescriptores de los mismos resulta un hecho incontrovertible, una realidad acrecentada a raíz de la generalización —rayana en la ubicuidad orwelliana— de las plataformas de contenidos y un puñado de producciones propias cuya aceptación súbita, universal y acrítica sólo cabe explicarse en base a una eficacísima labor de sus departamentos de publicidad y relaciones públicas, conocedores al dedillo de la exageración líquida que caracteriza al mundo actual —al occidental-capitalista, al menos—, mediatizado por la (i)lógica de las redes sociales.
Un ejemplo palmario de dichos éxitos masivos y teledirigidos radica en El juego del calamar, incontestable hype de este 2021 y que, me figuro, caerá en el olvido con la misma celeridad, si no más, que la que ha acompañado su indescifrable enaltecimiento. Porque el guión de Hwang Dong-hyuk se pasó una década larga de cajón en cajón sin que nadie estimase oportuno sufragar su puesta en imágenes, supongo —de nuevo— que ello se debió principalmente a su absoluta y desalentadora falta de originalidad. A bote pronto, y sin ánimo exhaustivo, se me ocurren unos cuantos títulos, y no sólo orientales, anteriores y de temática muy similar, cuando no idéntica: ‘Battle Royale’ (‘Batoru Rowaiaru’, 2000) y su nefasta secuela, la tabarra teen en cuatro partes de ‘Los juegos del hambre’ (‘The Hunger Games’, 2012), e incluso ‘Humor amarillo’ (‘Fûun! Takeshi Jô’, 1986), sin duda el mejor y más entretenido de sus antecedentes.
Pues bien, por los arcanos que fueran —doctores tiene la Iglesia, y la crítica audiovisual ni les cuento—, Netflix se decidió a apostar por la ignorada historia, poniendo en marcha su arrolladora maquinaria de product placement a fin de tornar un tonto pim-pam-pum de violencia gratuita, maniqueísmo de brocha gorda y estética pueril con —encima— bochornosas, por obvias —cuando no sencillamente obscenas— referencias a las escaleras infinitas de Escher en la obra que tienes que ver FOMO perdido, objeto de un inminente parque temático —¿alguien se acuerda de los dedicados a los Angry Birds?— y sobre la que los plumillas a sueldo —y también bastantes de los que lo hacemos por hobby, o vicio— se ufanan y afanan en hablar de subtextos, la palabra mágica de moda, la que hará de tí el rey, o reina, de los afterworks de este otoño.
Por mi parte, no encuentro —y mira que me he esforzado durante los nueve largos, larguísimos, episodios— esa feroz crítica social en que se empeñan sus apologetas, más allá, insisto, de la epidérmica alusión al antagonismo entre ricos y pobres, aportación ciertamente exigua, de primero de Dialéctica —y llevándola para septiembre—, y en la que, para más inri, los segundos se pliegan con criminal aquiescencia a los abusos de los primeros, privándosenos de escuchar el menor atisbo de regüeldo libertario, o meramente inconformista, siquiera en grado de tentativa. Al final, el fenómeno —qué barato ha acabado por venderse el término, por cierto; si Kant levantara la cabeza…— de El juego del calamar ha consistido en medio mundo apalancado en el sofá viendo cómo un puñado de parias en chándal se mataban por limosna. Ahora que lo pienso, puede que sí haya un subtexto, y no precisamente antisistema. Lo peor de todo es que no creo que esto sorprenda ya a nadie.