‘La lluvia amarilla’, de Julio Llamazares

ALEJANDRO F. ORRADE

Cuando uno termina de leer La lluvia amarilla, novela de Julio Llamazares (Vegamián, 1955), necesita de una larga reflexión para entender bien lo que acaba de entrar en su cabeza a través de las palabras. Tal vez requiera de una segunda, e incluso una tercera lectura; pocas serán las precauciones a tomar si se quiere emitir un juicio de valor acerca de una de las obras más infravaloradas y desconocidas por el gran público y que sin duda merecería un lugar mucho más preeminente en el panorama narrativo español. Por ejemplo, ser lectura digna de ser leída en los estudios bachilleres. No es una exageración, pues la novela es pura vida, una reflexión profunda sobre la soledad desde el punto de vista más destructivo, quizás una forma excelente de enseñar a las nuevas generaciones a saber gestionar la soledad -un asunto mucho más importante de lo que se puede imaginar-, a despojar el aura negativa que tiene precisamente adentrándose en un libro que habla de esa cara oscura.

A modo de breve resumen, la historia discurre durante los últimos días de Andrés, último habitante de un pueblo, Ainielle, del pirineo aragonés; su final es también el de un estilo de vida rural, el de toda una zona que sucumbe al paso del tiempo, al éxodo de sus gentes y al olvido del resto del mundo. El deambular de sus actos son narrados por él mismo. Durante años “el último de Ainielle” deambula entre las ruinas de su pueblo, de su memoria y de su cuerpo mientras recuerda sin parar todo el proceso de destrucción de un modo de vida con siglos de tradición, entre visitas fantasmales de sus propios miedos, sus dudas, sus arrepentimientos y la constante sensación de ahogo ante un fin que cada vez está más cerca y que puede oler en sus propias carnes.

Hasta ahí, a grandes rasgos, descubrimos el terreno por el que se mueve la narración, que en un principio se podría calificar como un largo y exhaustivo monólogo interior, pero que presenta ciertas características que podrían llevar a pensar cosas contradictorias. Si nos centramos en la figura de Andrés, y más concretamente en sus continuos vaivenes temporales, descubrimos que la naturaleza de la narración se difumina del mismo modo que lo hace la conciencia del protagonista, perdida después de más de diez años de soledad en la oscuridad de un pueblo ya muerto. Es en ese punto, cuando tenemos que fijar un rol de narrador en la figura del pobre hombre, cuando el argumento se vuelve débil; la mezcla de tiempos, de recuerdos que van y vienen, de apariciones fantasmales (mujer, hijos, padres…) podrían llevar a pensar que más que una crónica final biográfica estamos delante de una manifestación de una conciencia colectiva que tiene en Andrés su última manifestación.

Es decir, sería algo así como un narrador que evoca cientos de años de un estilo de vida, de un mundo urbano que es al mismo tiempo, también, su propia vida. Es un papel -el de narrador- que en buena parte es compartido: a veces quien habla es el propio Andrés, que se centra en aspectos más concretos de sus días pasados, mientras que en otras ocasiones es la voz del pueblo -a través de la voz de Andrés- quien hace visibles pensamientos profundos, de aspecto universales y que no dejan de ser reflexiones vitales ante los estragos del paso del tiempo, la terrible derrota del hombre frente a la naturaleza más salvaje y la extinción silenciosa de estilos de vida, muchos de los cuales jamás habrán sido conocidos por nadie.

El relato histórico como herramienta para hacer eterna una época, unos tiempos y unas tierras que de otro modo caerían en el pozo de la historia. En La lluvia amarilla no deja de aparecer la figura del olvido como uno de los peores terrores, una obsesión que empuja a Andrés a permanecer absorto en sus recuerdos (de hecho la única manera de no olvidar es, precisamente, evocar). Las largas horas de soledad en las que no hay nada que hacer, a merced de un inclemente tiempo, encerrado por propia voluntad en su casa, entre las casas derruidas que el tiempo ha engullido… entre toda esa decadencia, toda ese lento morir de un mundo que jamás volverá, Andrés pasa cuentas a su vida (y la de toda la región, en realidad) mientras espera que la enfermedad termine con él.

Llamazares remarca esa cercanía de la muerte con pasajes sombríos que se acercan o entran de lleno en el relato gótico, con momentos que realmente hacen erizar el vello. Así, en cama, la estructura de la novela se encierra a si misma de forma circular, siendo el primer y el último episodio el presente (la llamada inminente de la muerte, los últimos estertores de vida) mientras que el resto pertenecen a los recuerdos, tanto de Andrés como de la propia tierra.

Recuerdos que se alternan con apariciones en la cocina de la casa, en las esquinas destrozadas de Ainielle, apariciones de las que Andrés es testigo y que sólo suceden en su presencia. Son pasajes que estremecen sin dar miedo, porque están conjugadas con la soledad del propio Andrés, quien en un principio huye aterrado de aquellas presencias y que con el tiempo no tendrá más remedio que aceptar, del mismo modo que ha hecho con el derrumbe de su propia vida. Somos testigos ocultos de esas escenas de marcado carácter gótico, casi una necesidad en un escenario tan oscuro y tenebroso como es Ainielle abandonado, a merced de las inclemencias y el paso del tiempo; lugares que siempre son visitados por amantes del ocultismo, y que por ejemplo hoy, en la actualidad, empieza a ser una tendencia en Youtube (visitas diurnas o nocturnas a restos de poblaciones, edificios abandonados).

En ocasiones hay morbo, ruidos extraños y los visitantes aseguran ver sombras. Si regresamos a La lluvia amarilla, es lo que le sucede a Andrés en todo momento, tanto cuando ve las manifestaciones cuando las intuye en tras las ventanas rotas de las casas en sus paseos, tras los matorrales de la vegetación cercana. Esas manifestaciones, también, vienen a reforzar más si cabe y de un modo indirecto la evocación de esos recuerdos al mismo tiempo que introduce un nuevo elemento, el de la locura, que a partir de la primera de esas apariciones (la súbita aparición sonora, más terrorífica si cabe, de una hija fallecida) planea por todo momento en todos los episodios y a lo largo de la lenta agonía existencial de Andrés. Diez años de soledad en los que se mimetiza con el pueblo y como si de una extensión del mismo se tratara se desmorona poco a poco, tanto física como mentalmente. Y son, precisamente esas apariciones, la manifestación más pura de la locura y la soledad, compañeras de esas etapas finales en las que la bicicleta va cuesta abajo sin frenos.

Esas apariciones son episódicas, esporádicas, pero afianzan el temor de Andrés y su locura (sin hacerla permanente pero que no se apaga en ningún momento). Ese deambular entre los muertos y sus susurros, como en Pedro Páramo de Juan Rulfo, sucede a menudo en momentos cargados de onirismo, momentos en los que el propio Andrés duda realmente si lo que ve y oye es real o no. Es consciente de que la locura ha anidado en su interior, pero todavía conserva la cordura tensando el hilo desde el otro extremo. Y sin embargo se los encuentra por todas partes, pasando a formar parte de la rutina del anciano, otra arista más en aquella silenciosa y lenta decadencia.

A través de los recuerdos de Andrés asistimos a una crónica, con altas dosis líricas, del brutal fenómeno de la despoblación rural que se vivió en España durante más de tres décadas tras la Guerra Civil (que fue el verdugo final de un estilo de vida que ya languidecía, aunque moderadamente, desde el siglo XIX), un éxodo masivo que vació las zonas rurales del país con tanta rapidez que sólo generó traumas y dramas por doquier. El autor usa un tempo acelerado para recalcar el drama que supuso para esas gentes abandonar unas tierras que llevaban habitando sus familias desde incontables generaciones; un drama por partida doble, aunque en “La lluvia amarilla” la observamos desde el punto de vista de quienes se quedaban, que experimentaban un irremediable sentimiento de abandono, un sentimiento que se cogía de la mano con el desasosiego de estar viendo una extinción en directo. Ese fenómeno, cruel y deprimente, alcanza su punto más álgido con la partida del propio hijo pequeño de Andrés, quien abandona su hogar convirtiéndose en un paria para su propio padre, que jamás volverá a verlo, ni a perdonarlo.

Pero si de algo habla la novela, más allá del éxodo y el fin del mundo rural, más allá de las apariciones y los edificios derruidos, si de algo habla La lluvia amarilla es del olvido. Tanto el de la memoria del propio Andrés (incapaz al final de sus días de asegurar qué fue real y qué no), como el de un comportamiento colectivo que se incrusta en la carne de las nuevas generaciones que abandonarán el pueblo para no volver a pensar nunca más en él. El propio título encierra un término, el color amarillo, que puebla la novela por todas partes; Andrés ve ese color en el césped, en la luz, en su propia sombra. Una suerte de dictadura cromática que conforma otro punto más de presión ofuscadora, otro pequeño candado que cierra el terrible destino tanto de Andrés como de Ainielle. El amarillo como símbolo inequívoco de final de camino, de atardeceres, de las hojas que caen de los árboles en otoño cuando llegan al final de su ciclo vital; se puede decir que amarillo ejerce también la función de sinónimo germinal delolvido. Ese olvido que conforma el eje central sobre el que giran el resto de elementos, la matriz de la que salen escupidas todas las cavilaciones posteriores.

El olvido como motor que empuja a Andrés a ser consciente del fin de su propio mundo antes que el de su propia vida. Una palabra de seis letras, un poder casi mágico y terrible porque olvidar no es otra cosa que dejar de existir, tanto en el presente como en el pasado que muchas veces, nosotros, intentamos arrinconar porque nos infunde miedo. En una sociedad que ve en el Alzheimer, tal vez la sublimación perversa del olvido, como uno de los peores aspectos de la senectud, libros como La lluvia amarilla son un arma poderosa con la que hacer frente a esa irremediable consecuencia, más que posible, de hacerse mayor.  El olvido, el gran senescal que precede y sigue a la muerte; peor que ella, pues en aquellas tierras que nada regalaban y lo podían arrebatar todo la gente toleraba la existencia de la oscura figura de la guadaña (el propio Andrés había sufrido durante su vida la desaparición de dos de sus tres hijos, el primogénito entre ellos), un vecino más que de vez en cuando visitaba el pueblo. No era la muerte lo que la gente de aquellos pueblos temía -lo que Andrés temía- sino la horrible garra del olvido arrancando a zarpazos recuerdos, vidas pasadas enteras.

Así pues el olvido es un ser casi con entidad propia que experimenta una mutación, la cual no vemos en el primer episodio pero sí de forma clara en el último (forman parte del mismo momento, pero gracias al resto de narración aprendemos a verlo), cuando después de tanta evocación, tantos recuerdos, el olvido, que un principio era una mera consecuencia surgida de la desaparición del calor en las casas y del exilio de las gentes de Ainielle, termina por convertirse en el tenebroso y frío anfitrión que recibe a Andrés a las puertas de su muerte, y tras la cual será el amo y señor de todas esas tierras.

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