‘Cuaderno de México’, de Eduardo Lago

Cuaderno de México

Eduardo Lago

Firmamento

Cádiz, 2021

154 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Una de las cuestiones que eludimos durante las vacaciones, es si el turismo, el nuestro, el que estamos ejerciendo, es parte de una forma de neocolonización. Es cierto que con nuestras divisas damos de comer a mucha gente, como lo es que buscamos eso que ellos eran antes de que conocieran el color de nuestras divisas. Sea cual sea la fórmula con la que nos movamos durante los viajes, todo pasa a ser una versión del turismo y no podremos solventar nuestra inquietud, la de perjudicar mientras nos beneficiamos, mientras no reconozcamos que nos estamos ateniendo a los beneficios propios de las vacaciones, tras los que pueden quedar flecos, más o menos sofisticados, de emociones que nos harán mejores personas.

Esa distancia parece estar presente en estos Cuadernos de México, escritos por Eduardo Lago (Madrid, 1954) durante un viaje a Yucatán y Chiapas hace más de veinte años. Lago diseña un viaje a caballo entre el propio del mochilero, improvisando hoteles y restaurantes, y el del turista, contratando guías y pequeños itinerarios, durante dieciséis días. Acudimos a una suerte de desplazamientos en los que compartiremos con él comidas locales, habitaciones un tanto rústicas y populares, tramos en combi o autobús y calor, mucho calor, excepto en los días que transcurren en San Cristóbal de las Casas. La secuencia de actividad es densa, sin apenas detenerse a la reflexión que con frecuencia acompaña a los libros de viajes, ni permitirse ninguna intromisión erudita. El efecto es descriptivo, tanto del lugar como del viaje, y en la descripción Lago se muestra colorido a la par que preciso. Es alguien que describe sensiblemente, sabiendo que al otro lado del papel habrá un lector tratando de imaginar cómo es aquello que, a través de las palabras, el autor pretende compartir.

Lago viaja dos veces: una en desplazamiento físico, real, y otra a la hora de revisar el cuaderno. El libro tiene forma de diario, pero se nos despierta de vez en cuando para recordarnos que está revisado en el futuro de la acción, que es también la memoria del autor. En una época sin internet, pero con guías Lonely Planet, comprobamos cómo cierto espíritu de viaje, sin el aturdimiento de la aventura deportiva, nos resulta extraño, ajeno: Eduardo Lago es observador del viaje a la vez que protagonista del mismo. En la actualidad, con el exceso de imágenes compartidas en redes sociales, esta mirada podría quedar perdida. Pero la literatura de Lago nos permite su recuperación. Y así lo agradecemos, como agradecemos cualquier detalle de humanidad. Nada hay virtual y sí cierto misterio, como esa constante corriente que nos lleva a preguntarnos si existe la duda irónica, la que no daña. ¿Nos está invitando a preguntarnos si cabe alguna interpretación al relato? ¿Hay un contraste de baja intensidad entre lo que él ha vivido y lo que nos sugiere? La idea, reiteramos, de ser el viajero a la vez que el que observa al viajero y al viaje, nos lleva a quedarnos con la duda. Esa será la virtud que permanezca en nosotros una vez cerrada la obra. Y es mucho.

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