El sarcasmo muy sabroso de Juan Kruz Igerabide

 

Elena Marqués.- A veces, yo diría siempre, la sabiduría abruma. Y otro tanto hacen la inteligencia, la moderación y la lucidez. Capacidades y cualidades que no siempre van de la mano; pero que, en el caso de Juan Kruz Igerabide, cuya trayectoria ya nos anuncia a un maestro, se reúnen para dejar pequeñas grandes píldoras en forma de aforismos de toda índole y asunto, desde aquellos dedicados a Dios, pasando por las revisiones de los distintos e incompletos sistemas filosóficos («Platón, aliado con Jesús, logró confundir a la humanidad. El resto de la filosofía son quejas, más o menos eficientes»), las reflexiones históricas, políticas y sociológicas («Tras el bostezo, llega la rebelión. Tras la rebelión, vuelve el bostezo»; «Quien grita libertad, cuando la oye en otras voces, comienza a temer»), las posibilidades o imposibilidades de la ciencia («Las grietas del omnipotente método científico son a su vez omnipotentes»), el acercamiento a la creación y al arte, el metaforismo («El aforismo es una manera discreta de profesar ignorancia»), con una pequeña relación de su evolución y/o variantes geográficas para cerrar el libro, y sin olvidar, por supuesto, al propio individuo y sus múltiples defectos («La mayor parte de la humanidad ensaya para dictador»).

Es en estos últimos donde mejor revela Igerabide su capacidad de observación, su prospección psicológica, e incluso cierta acerada ternura, que parecen términos contradictorios pero no lo son. Al fin y al cabo, el universo está lleno de discordancias («Unos investigadores han descubierto en el vacío absoluto ligeras fluctuaciones de la nada resistiéndose a ser nada. Hasta el vacío tiene sus paradojas»); todo contiene algo y su contrario («El aguanieve, como Hamlet, experimenta el ser o no ser»); y el hombre no deja de ser una criatura frágil y en continua evolución (al menos eso es lo deseable), una hoja arrastrada por miles de circunstancias y coyunturas eventuales que lo hacen vivir a la intemperie («Estar abierto a todo deja a uno a expensas de las corrientes»).

Y esta gran variedad señalada no lo es solo de asunto, sino también de modo de abordarlo, desde un tono a veces irónico («El capitalismo camina hacia la autodestrucción, pero primero está practicando con todo lo que le rodea»), a veces resignado, a veces crítico («Las sociedades fundadas sobre valores sólidos suelen prescindir de un buen número de ellos»), en ocasiones, pocas, aparentemente neutro, hasta muchas otras paródico (las imitaciones de adagios conocidos originan atisbos como «El pueblo, unido, jamás será variado» o «Todo tiempo pasado es mejorable»), pero siempre con la profundidad y dedicación de quien de continuo busca aceptando que no hay verdad absoluta; que la duda, la incertidumbre, la perplejidad presiden el flujo de su pensamiento hasta el punto de hacer a Igerabide afirmar «Cuando me conminan a elegir entre A o B, recuerdo todo el alfabeto».

Desde luego, y más en un mundo tan pagado de sí mismo, «Lo que debería ofender es la no duda», pues el misterio no puede ser desvelado con nuestros escasos y limitados medios («Sabemos con detalle por qué, cómo y cuándo llega la noche, pero no sabemos el qué de la noche»). Seguramente es por ello por lo que la relatividad y sus fallas inspiran al escritor vasco no pocas paremias («Afirmar que todo es relativo es expresar un absoluto sobre lo relativo»; «La ciencia convierte la mayor parte de las ideas filosóficas del pasado en mera curiosidad arqueológica; la filosofía convierte a la ciencia actual en mero pensamiento provisional»; «Toda verdad es momentánea, sobre todo si es eterna»), así como el deseo subjetivo-descriptivo de delimitar ciertas realidades (iba a escribir «verdades», pero me he detenido a tiempo), intrínseco a este tipo de sentencias («Diplomacia es habilidad de postergar verdades»), que en su caso, sin embargo, resultan poco sentenciosas.

Es en estos pagos definitorios donde mejor se muestra la personalidad original, y pienso que optimista, de Juan Kruz Igerabide. O pesimista pero revestida de un sarcasmo muy sabroso y sagaz en el que las formas se desarrollan en hábiles paronomasias y derivaciones («Ética es conveniencia conveniente») y alguna que otra imagen lírica.

En fin, que resulta difícil espigar en este rico compendio los mejores sorbos. De hecho, creo que ya he recogido en estas pocas líneas demasiados, incapaz de separar en un campo tan bien abonado el suculento grano de la inexistente paja.

Lo que sí me gustaría destacar es que, frente a otros libros del género a los que me he enfrentado últimamente, quizás más solemnes o graves, con la lectura de Hasta cuándo se puede tener razón he tenido una sonrisa casi continua, especialmente cuando asoma entre sus líneas las referencias a la vanidad del escritor («Aquel que lee directamente a clásicos como Dante o Tolstoi, puede prescindir de la literatura actual, piensa el escritor, excepto de la mía»; «En los libros de otros leemos lo que vamos escribiendo en nuestra mente, pero mejor escrito») y a esa fragilidad humana sobre la que cabría hoy más que nunca reflexionar, cuando los acelerados modos de vida, ciertas filosofías baratas y el espejismo de las redes sociales nos esconden la cierta incomunicación que nos rodea («La gente que vive sola da pena a la gente que se cree acompañada»).

Solo me queda, pues, recomendar esta provechosa lectura que se inicia y termina con la misma pregunta sin contestación: ¿Hasta cuándo se puede tener razón? Ni un sabio como Juan Kruz Igerabide quiere, o puede, darnos una respuesta.

Juan Kruz Igerabide, Hasta cuándo se puede tener razón. Cypress Cultura / Apeadero de Aforistas, Sevilla, 2021, 96 páginas.

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