Héroes tramposos (I): Sigfrido

Hay en el ser humano una oscura fascinación por la trampa que debería preocuparnos a todos en la medida en que pretendamos vivir en paz y justicia y a los amantes del deporte en la medida en que este pretende ser una representación lúdica y caballerosamente reglada del conflicto encauzado por vías pacíficas. En efecto, creo que es imposible defender racionalmente como un motivo de orgullo para el fútbol, por poner un ejemplo, que uno de los goles más recordados de toda su historia se anotase con la mano, ¡en un Mundial! y, para colmo, fuese inmodestamente bautizado por el infractor como la mano de Dios. Pues bien, por el contrario, este se tiene por un momento emblemático y una genialidad o al menos una inteligente picardía de Maradona, cuya figura se agranda precisamente por su viveza o su cualidad canchera (que significa, en futbolés, marrullera).

Pero, anticipándonos a posibles miradas entre compasivas y despectivas de quienes desconfían del deporte, hay que decir cuanto antes que no este es un problema particular del deporte, sino que aparece en las más insignes obras literarias. Citemos solo dos ejemplos destacados de héroes tramposos presentados como modelos de conducta: el astuto Ulises (“el duro Ulises” en la Eneida, un verdadero canalla, por no hablar de Aquiles) y el Cid, nada menos que el modelo de héroe civilizado que acude a la justicia del rey Alfonso antes que matar por su cuenta y riesgo a los infantes de Carrión y, sin embargo, engaña vilmente a los prestamistas judíos Raquel y Vidas en un episodio de indudable fondo antisemita. Se conoce que siempre estamos dispuestos a perdonar la trampa de uno de los nuestros si se justifica adecuadamente y a alabarla como una astucia, un rasgo de inteligencia táctica o un mal necesario en el peor de los casos.

Esto toma tintes realmente siniestros cuando se entremezcla con episodios más o menos eróticos, como ocurre en dos bellas historias de deportes. Una, de la que nos ocuparemos hoy, aparece en El cantar de los nibelungos, qua ya tratamos en un artículo anterior y del que destacamos un torneo caballeresco que funcionaba como un cortejo ritualizado y estilizado. Brunilda, doncella fuerte e independiente, exigía ser derrotada por quien quisiera casarse con ella en una triple prueba atlética (lanzamiento de peso, salto de longitud y lanzamiento de jabalina); exigía, en una palabra, ser conquistada por la fuerza. El rey Gunter se propone completar la hazaña, pero enseguida se da cuenta de que la extraordinaria fuerza de Brunilda es muy superior a la suya y empieza a temer por su vida. Afortunadamente para él, su amigo y vasallo Sigfrido, camuflado bajo una capa mágica que hace invisible a quien la lleva, se ofrece a competir fraudulentamente por él, también porque Gunter ha prometido desposarlo con su hermana Krimilda cuando él haya conseguido la mano de Brunilda. Así pues, Gunter fingirá los movimientos, pero será Sigfrido quien oculto de la vista de todos empuñe la lanza y el escudo. Así detiene la lanzada de Brunilda y la derriba a su vez con la suya; por si el simbolismo no fuera suficientemente claro, el narrador explicita la mayor hombría de Sigfrido con respecto a su señor: “Ciertamente, Gunter no habría sido capaz nunca de hacer esto”. Más aún, en la prueba de salto de longitud, por si fuera poco, Sigfrido supera el intento de Brunilda llevando a cuestas a Gunter para que parezca que es este quien salta.

Brunilda acepta de mala gana la victoria de Gunter y accede a casarse con él, pero en la noche de bodas lo rechaza y termina atándolo con un cinturón cuando intenta forzarla y lo deja colgado de un clavo en la pared. Cuando el rey confiesa su humillación a Sigfrido, este propone acudir a la solución de eficacia probada: cubrirse con la capa mágica para hacerse pasar por Gunter, someter a Brunilda por la fuerza y a continuación dejar a su señor el camino expedito. Así ocurre y Sigfrido, todo caballerosidad, roba a escondidas de ambos el anillo y el cinturón de Brunilda, que tiempo después entregará a su propia esposa, Krimilda.

Esta será la causa de su perdición, porque cuando las lleve en público Gunter y Brunilda conspirarán contra Sigfrido para vengar la deshonra. En concreto, acuden al caballero Hagen para que lo asesine a traición en una cacería. Después de perseguir a un oso por los bosques del Rin (siempre ha sido del gusto de los aristócratas matar a los animales más bellos), aprovechan un descanso para una nueva competición deportiva, planteada en este caso como un desafío a la fama y el orgullo del héroe: “Me han contado a menudo que no había nada que pudiera alcanzar al esposo de Krimilda cuando él se pone a correr con empeño. ¡Ojalá nos lo quisiera demostrar ahora!”. Sigfrido, tan impetuoso y arrogante como Aquiles, acepta el reto y sube la apuesta ofreciéndose a comenzar la carrera tumbado en el suelo y completarla con la jabalina, el escudo y el carcaj mientras todos los demás corren sin impedimenta. Por supuesto, gana y es el primero en llegar a la fuente que señala la meta, pero cortésmente deja beber antes a su señor, Gunter. Cuando por fin se inclina para refrescarse, Hagen le clava a traición una jabalina en la espalda (“Nunca podrá héroe alguno cometer tamaña felonía”); muere irremediablemente tras una breve lucha en la que intenta el menos llevarse a Hagen consigo.

No sé cómo interpretar su final, pero por cómo se narra en el poema me parece más difícil ver aquí la mano de la justicia poética que el sino trágico que engrandece a los héroes. O quizás sean ambas cosas: la trampa como el sino trágico que engrandece a los héroes, que al tiempo que los encumbra comienza a labrar su caída; la fascinación por la trampa de la que hemos comenzado hablando. Quizás se trate, en el fondo, siguiendo con la metáfora nietzscheana del deporte como contención apolínea de un impulso dionisiaco, de la voluntad de poder que los grandes héroes no consiguen o no quieren siquiera sujetar al gobierno de la razón. Tarea nuestra es decidir si tomarlos o no como modelos de conducta.

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