Novelas góticas: un género romántico y criminal que mejora con el tiempo
Por Horacio Otheguy Riveira
Lo mismo en los bulliciosos ambientes de una gran ciudad que en aisladas zonas rurales, igual entre gente de hoy que trasladados a otro siglo, las características de lo gótico se explayan con renovada fuerza para unir romanticismo envolvente con el sórdido —pero no menos sensual— deseo de avanzar destruyendo aquello que se odia, aquello que entorpece el diálogo de la vida y la muerte, presente en una quejumbrosa escalera de caracol cada vez más alta y peligrosa. Y en el colmo de la exaltación sentimental, morir uno mismo si con ello se impide la destrucción de lo que se ama.
En nombre del gótico, como otro tanto sucede con la novela negra, se explota un negocio literario y cinematográfico de vapuleados sinsabores. Cada lector habrá de saber por donde cojea o vuela su espíritu aventurero y así distinguir lo verdadero de la chapuza. No por haber fantasmas o desencuentros entre vivos y muertos está instalado el estilo gótico brotado a la par que el movimiento Romántico en las artes (finales del siglo XVIII) con el máximo exponente literario en el joven Edgar Allan Poe, muerto alcoholizado en busca del fantasma de su gran amor en 1849 con solo 40 años. Dos años antes había nacido Bram Stoker que en 1897 publica Drácula. Entre ambos consolidan un fluir tenebroso hecho de pasión irrefrenable, capaz de unir y romper y volver a unir los puentes imprescindibles entre uno y otro mundo, con el también infatigable interés en saber más de lo que somos capaces cuando rompemos las estrictas reglas sociales, hechas de temores ancestrales y represión religiosa o meramente ideológica, el bien y el mal en un mundo gótico que en inglés se asemeja mucho a la palabra fantasma: Gothic, Ghost.
Con decidido origen y mantenimiento del género en el mundo anglosajón (Reino Unido, Estados Unidos), el palpitante lamento de ultratumba no cesa de plasmarse aquí y allá sin distinción de lenguas, si bien permanece el mayor estímulo en inglés. Tras estas huellas, el melodrama gótico está muy presente en obras de Thomas Hardy, las hermanas Brontë o Henry James, entre muchas otras.
Bradford Morrow y Patrick McGrath publicaron en 1991 una admirable antología de relatos anglosajones forjados en el siglo XX: Los nuevos góticos, publicada en España por Minotauro, la célebre editorial del género fantástico. Ambos escritores tienen publicadas novelas y relatos (algunos de los cuales se incluyen en esta compilación). Son autores que sobrevuelan la etiqueta de góticos con gran parsimonia. Como buenos estudiosos del tema, en la introducción de su libro dejan claro el paisaje sobre el que se moverán algunos principios inalterables y a la vez abiertos a la experimentación:
«Es indiscutible que los narradores góticos del pasado crearon una visión artística destinada a revelar las facetas más oscuras e inestables del alma humana; ahora bien, el planteo que avala esta antología de cuentos y extractos de novelas es que este mismo impulso continúa presente en gran parte de la ficción contemporánea de habla inglesa. Si bien despojados del andamiaje convencional del género, los temas que nutren estos textos —horror, locura, monstruosidad, muerte, enfermedad, terror, maldad y sexualidad insana— son vívidos reflejos de la sensibilidad gótica. Si Poe tropezase con esta colección, quizá podría sorprenderse por la diversidad de estilos y escenarios, pero sin duda alguna reconocería y aplaudiría el espíritu que los anima. Es la nueva narrativa gótica».
El calor estuvo apretando durante todo el día e Ingrid dio mis vueltas al apartamento, asomándose cada cinco minutos a las contraventanas para observar a la multitud de veraneantes. Rellano abajo, en la habitación en la que nunca daba el sol, el cuerpo había empezado a hincharse y gotear. Al principio ella lo había impedido tapando las aberturas supurantes con toallitas faciales y toallas playeras. Pero el cansancio la fue ganando y cada vez se acercaba con menos frecuencia a besar las piernas y los brazos, a arrodillarse junto a la playa que sus ojos, como charcas de agua estancada, contemplaban más allá de las dunas. Oscurecía; Ingrid se echó el chal sobre los hombros y salió a pasear con los demás por los abarrotados soportales. Sabía que al regresar, el apartamento olería a mar, a putrescencia marina. (Emma Tennant, Playa Rigor; p. 247).
Góticamente hablando, el estallido de pasiones de Susanna Clarke
Jonathan Strange y el señor Norrell fue publicada por vez primera en 2004 primera novela de la inglesa Susanna Clarke, que con más de 800 páginas rápidamente se colocó en primera fila de ventas. En España se publicó en 2016, un año después de que la BBC estrenara su miniserie, una versión que le saca muy buen partido a la obra original con una desenfadada estructura gótica con mucho dominio de la narrativa histórica, pues ambientada en las guerras napoleónicas (la derrota de Napoleón en Waterloo es aquí un éxito de un mago genial) se permite muchas situaciones de intriga psicológica de nuestra época, además de apuntes políticos clasistas, racistas y feministas desde una perspectiva actual.
Encuentro de magos de diferente especie y estilo, vorágine con duendes y muertos que vuelven a la vida, algo de sexualidad apasionada que la serie suaviza quizás excesivamente, pero resuelve bien envolviéndolo todo en un manto de excitante sensualidad.
«Hace años, había en la ciudad de York una sociedad de magos. Los socios se reunían el tercer miércoles del mes y se leían unos a otros largos y aburridos trabajos sobre la historia de la magia en Inglaterra. Eran caballeros magos, lo que significa que a nadie habían causado mal con la magia, como tampoco bien. A decir verdad, ninguno de ellos había obrado hechizo alguno, hecho temblar una hoja de un árbol, inducido a una mota de polvo a modificar su trayectoria ni movido un cabello de la cabeza de alguien. Pero, con esta pequeña reserva, tenían fama de ser los hombres más sabios y los caballeros más mágicos de Yorkshire. Un mago eminente dijo de su profesión que sus practicantes “… han de estrujarse el cerebro para adquirir hasta el conocimiento más insignificante, y muestran siempre una natural inclinación a la polémica”, y hacía años que los magos de York habían demostrado la exactitud del aserto.
En el otoño de 1806, se unió a ellos un caballero llamado John Segundus. En la primera reunión de la sociedad a la que asistía, el señor Segundus se levantó para hacer uso de la palabra. Empezó su discurso felicitando a los reunidos por su relevante historial y enumeró los muchos y prestigiosos magos e historiadores que, en uno u otro momento, habían pertenecido a la sociedad de York. Insinuó que el conocimiento de la existencia de tal sociedad había influido no poco en su decisión de ir a York. Recordó a su auditorio que los magos del norte siempre habían sido más respetados que los del sur. Dijo también que había estudiado magia durante muchos años y conocía la historia de todos los grandes hechiceros de épocas pretéritas. Él leía las nuevas publicaciones sobre el tema e incluso había colaborado, modestamente, en algunas de ellas, pero había empezado a preguntarse por qué los grandes prodigios de la magia cuyos relatos leía, sólo existían en las páginas de los libros y ya no se los veía en la calle ni aparecían en los periódicos. Deseaba saber por qué los magos modernos no eran capaces de practicar la magia que describían. Ansiaba saber, en suma, por qué ya no se «hacía» magia en Inglaterra. Era la pregunta más simple del mundo.
Era la pregunta que, antes o después, todos los niños del reino plantean a su institutriz, a su preceptor o a sus padres. No obstante, a los doctos miembros de la sociedad de York no les gustó oírla, y no les gustó por esta razón: porque tampoco ellos tenían respuesta. El presidente (el doctor Foxcastle) le contestó a John Segundus que su planteamiento no era el correcto.
—Su pregunta presupone que los magos tenemos una especie de obligación de practicar magia, lo cual es una insensatez. No creo que a usted se le ocurra sugerir que sea tarea de los botánicos la creación de flores nuevas. Ni que los astrónomos tengan que modifi car la posición de los astros en el espacio. Los magos, señor Segundus, estudian la magia que se practicaba en el pasado.
¿Por qué se habría de esperar de ellos algo más? Un anciano socio de ojos azul apagado y traje de color apagado (llamado Hart o Hunt, el señor Segundus no oyó bien el nombre) apuntó, con voz apagada, que no importaba en absoluto si alguien esperaba tal cosa o no. Un caballero no practicaba la magia. La magia era lo que simulaban los embaucadores callejeros para birlar unas monedas a los niños. La magia (en su sentido práctico) estaba muy desprestigiada. Tenía connotaciones negativas. Se la asociaba con caras mugrientas, gitanos y ladrones; habitaba en sórdidos cuartuchos de sucias cortinas amarillas. ¡Ah, no! Un caballero no la practicaba. Un caballero podía estudiar la historia de la magia (nada más noble), pero no «hacer» magia. El anciano caballero miró al señor Segundus con ojos apagados y paternales y le dijo que confiaba en que no hubiera tratado de realizar sortilegios. Segundus se ruborizó. [pp. 15-16] […]
Volvió a lucir el sol. Esa vez estaban más cerca de los barcos y vieron cómo la luz del sol brillaba… ¡a través de ellos!, y cómo los barcos se diluían hasta que de ellos no quedó más que un leve fulgor en el agua.
—Cristal —dijo el almirante, acercándose bastante a la verdad, pero fue el avispado Perroquet quien finalmente acertó de pleno.
—No, mi almirante: lluvia. Están hechos de lluvia. Las gotas de lluvia se unían formando masas corpóreas: mástiles, tablas y lienzos a los que alguien había dado la apariencia de cien barcos.
Los tres hombres ardían de curiosidad por saber quién había podido hacer tal cosa, y convinieron en que debía de ser un maestro forjador de lluvia.
—¡Pero no sólo un maestro forjador de lluvia! —exclamó el almirante—. ¡También un maestro titiritero! ¡Mirad cómo cabecean! ¡Cómo se hinchan y caen las velas! —Son lo más hermoso que he visto en mi vida —asintió Perroquet embelesado—, pero repito lo dicho: quienquiera que sea no sabe nada de barcos ni de navegación. La embarcación de madera del almirante estuvo paseándose entre las naves de lluvia durante dos horas. Por ser de lluvia, no dejaban escapar sonido alguno: ni crujir de madera, ni restallar de velas al viento, ni voces de marineros. Varias veces grupos de hombres de lluvia, de cara lisa, se asomaron por la borda para mirar al barco de madera con su tripulación de hombres de carne y hueso, pero lo que pensaran los marineros de lluvia nadie podía saberlo. A pesar de todo, el almirante, el capitán y Perroquet se sentían perfectamente seguros porque, como dijo el último:
—Aunque quisieran dispararnos, sería con balas de cañón de lluvia y sólo conseguirían mojarnos. Los tres estaban extasiados. Olvidaron que los habían engañado, que habían perdido una semana y que, durante ese tiempo, los ingleses habían estado arribando a puertos de las costas báltica y portuguesa, y a otros muchos a los que el emperador Napoleón Buonaparte no deseaba que fueran. [pp. 117-119] […]».
Los falsificadores, de Bradford Morrow (2014)
Una novela urbana contemporánea, bien nutrida de libros y manuscritos bañada por el inclemente sol de la falsificación de textos extraliterarios. Lo que comienza con un muy violento crimen continúa con creciente suspense alrededor de ese mundo del fraude, guiados los lectores por un siniestro y encantador personaje que nos hará partícipes de todos sus devaneos y nos irá engañando paso a paso hasta un impactante final.
«Como todo artesano diestro, el falsificador tiene una única oportunidad de hacerlo bien; de lo contrario, en vez de lograr que un libro sea más deseable, que tenga más valor, lo estropea para siempre. Pero cuando se hace con maestría —y en mis buenos tiempos no era yo otra cosa que un maestro en la materia; es posible que el mejor en activo durante mi fugaz tiempo en el gremio—, los Cielos se abren u canta un coro de ángeles rebeldes. Y aparte estaba el placer tenso y satisfactorio de saber algo que otros solo podían intentar sin éxito adivinar. Cada vez que vendía mi arte a un librero experimentado por una suma considerable, sabía que había burlado una vez más al mundo, aunque, por irónico que parezca, al mismo tiempo lo hubiera convertido en un lugar más rico y luminoso. Pensaba —en un principio con razón y más tarde erróneamente— que podía dar por hecho que mis libros con dedicatorias espurias y mis cartas y manuscritos falsos eran capaces de recorrer los campos de la erudición bibliográfica con la perfecta invisibilidad de lo auténtico, de lo irreprochable, de lo, a todas luces, real. Esa artimaña tan refinada era el eje fundamental de mi arte».
Entretanto, una casa en la playa, un artista del engaño más rico y poderoso que él, asesinado de un golpe en la cabeza y abandonado sin manos, una hermosa mujer también dedicada a los libros pero desde la perspectiva de la vendedora elegante y amantísima, al margen de toda falsificación o quizás muy hábil para hacernos creer que nada sabe; la muerte, la amenaza de un chantajista, la sensualidad que envuelve cada paso del protagonista, cuanto más peligros en el camino, más excitante… hacen de Los falsificadores una novela especialmente inquietante porque está narrada en sucesión de capas que no se resuelven hasta el final, engañándonos con gran sutileza para convencernos de aspectos que él mismo se cree o considera necesario creerse, y le seguimos, empatizamos, nos aliamos con su capacidad de estafador capaz de falsificar la letra de los grandes escritores en correspondencias ficticias que se compran a precio de oro.
Fácil es recordar a lo largo de la novela el colmo del gótico exquisito en la película Fraude que en 1973 Orson Welles dedicara al mayor falsificador de obras de arte, un documental sobre el fraude y las falsificaciones que se centra en la figura de Elmyr de Hory y su biógrafo, Clifford Irving, y sobre el que Welles expone una encendida admiración, asegurando «que no veo diferencias entre la obra de arte propiamente dicha y el impostor». Esto, en el caso del falsificador de la novela que nos ocupa se eleva a zonas más sinuosas, ya que al falsificar las firmas y ¡la letra! de grandes escritores inventa correspondencias que nunca existieron, o si en verdad existieron llegan ahora en puño y letra de los auténticos caballeros… con lo cual su alto grado de imaginación le convierte en el impresionante personaje que es hasta la última línea…
La falsificación es una forma de arte visual que por lo general nada tiene que ver con sutilezas tales como la música, el imaginario o la visión: está vinculada con los matices del arte caligráfico, un sentido refinado del documento histórico, la ciencia de la empatía. Con el papel teclado adecuado y los minerales para mezclar una tinta isabelina pasable, antes yo era capaz de reproducir un par de versos de los garrapatos de Shakespeare, digamos, Tito Andrónico: “Pronunciad la sentencia para este miserable; él ha sido la causa de estos hechos funestos”, que en las circunstancias adecuadas podían hacer sacar la cartera a un coleccionista poco avispado.
Otras obras de interés
La novela gótica en España, 1788-1833 (Academia del Hispanismo, 2010), por Miriam López Santos.
La urna sangrienta o El panteón de Scianella, de Pascual Pérez y Rodríguez (Valencia, 1804–1868) [Siruela, 2010]
Morbo gótico, de Ana Ballabriga y David Zaplana (Editorial Alfaqueque, 2010)
Gótico, de Silvia Moreno García (Minotauro, 2020):
«… De pronto, Noemí fue consciente de que había una presencia en la habitación. Alzó la cabeza, con la mano pegada al camisón, y vio a alguien de pie junto a la puerta. Se trataba de una mujer con un vestido amarillento de encaje. En el lugar donde debería haber estado su cara, no había más que un resplandor tan dorado como los hongos de la pared. El resplandor de la mujer creció y luego empezó a disminuir. Era como contemplar una luciérnaga en un cielo nocturno de verano. Al lado de Noemí, la pared empezó a temblar. Latía con el mismo ritmo que el resplandor en la cara de la mujer. El suelo bajo sus pies también adoptó el mismo latido. Un corazón vivo, consciente. Los filamentos dorados que habían emergido junto a los hongos se extendieron como una malla por toda la pared y siguieron creciendo. Entonces Noemí se dio cuenta de que el vestido de la mujer no estaba hecho de encaje, sino de aquellos mismos filamentos…»
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