‘Hermanito’, de Ibrahima Balde y Amets Arzallus Antia
Hermanito
Ibrahima Balde y Amets Arzallus Antia
Traducción de Ander Izagirre
Blackie Books
Barcelona, 2021
134 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
Hay emociones que son imposibles de reconocer. Aturden, sí, pero no nos sacan de una duda bastante existencial y nos preguntamos qué deberíamos hacer con eso que empaña todo nuestro interior. Podemos combatirlas con sueños y podemos integrarlas con el tiempo. Incluso podemos incorporar nuevas emociones para ir diluyéndolas, muchas veces a través de cualquier vía de escape. Pero de vez en cuando la memoria sentimental nos las devolverá. Y si no es la memoria propia, será la social, o la actualidad, que nos recuerda a los desfavorecidos sin descanso. Pero lo mejor es reconocer haber sentido esa emoción, para la que no existe nada que la defina, para la cual el lenguaje se rinde debido a sus limitaciones. Eso es lo que sucede durante la lectura de Hermanito, este testimonio que debería convertirse en uno de nuestros libros de cabecera.
Frente a la experiencia de su protagonista, cualquier viaje pasa a ser una mera descripción turística. Ibrahima Balde ha recorrido el desierto del Sáhara en canal, muchos días caminando entre cadáveres, ha sobrevivido al acoso y la violencia de los fusiles y todo por el afán de encontrar a su hermano pequeño. Esta es la historia de un subsahariano que llega a España, con la voluntad del amor fraterno por combustible, en una travesía que dura años y en la que el sufrimiento es la constante.
“Miñán, ¿por qué querías irte a Europa? No era eso lo que habíamos acordado, te dije que debías seguir estudiando, te dije que tenías unos ojos muy grandes”.
Existen algunas buenas almas, que brotan como amapolas en el estercolero, gracias a las cuales logra sobrevivir. Pero desde que se inicia el relato, contando doce años y emigrando de Guinea Conakry a Liberia para intentar conseguir algo de dinero con que alimentar a su familia tras la muerte del padre, hasta que alcanza la costa española, Balde sufre una suerte de situaciones que llevan al aprendizaje que padecemos durante la adolescencia a un grado extremo. Es probable que crecer con estas experiencias se convirtiera, bajo cualquier otra piel, en una toxina. En las palabras de Balde encontramos, sin embargo, una ingenuidad muy sagrada, propia del hombre sensible, de una fragua sentimental bien consolidada.
“Yo no querría hablarte más de estas cosas, porque cuando hablo empiezo a ver, delante de mis ojos, todo lo que estoy explicando. Tu ahora estás aquí, escuchando, pero yo estoy otra vez allí, dentro de mi carne”.
El texto que resulta de la traslación de un relato oral no puede ser más expresivo. Frases cortas, sencillas, de una engañosa simplicidad, que nos muestran que no es necesario deslumbrar para atrapar a un lector. Y aun así, de vez en cuando deslumbran, casi sin darse cuenta: “Allí fuera todo era arena, la arena sabe estar en silencio”. O “No sé cuántos tragos le di, diez, veinte, hasta que empecé a sentir el cuerpo otra vez. Las piernas, la tripa, los brazos, los ojos, todo. Eso es el agua, el agua hace tu cuerpo”.
En muy pocas ocasiones la literatura nos va a estremecer tanto como aquí. Pero sentimos que estremecerse nos impone la convicción de que vivir es necesario. Como lo es intentar llegar hasta los lugares que ha vivido gente como Balde, incluida esa inmensa sabiduría de la pureza: “Mi madre tiene mucha paciencia pero poca fuerza. Cuando digo fuerza, quiero decir poder, y cuando digo poder, quiero decir dinero”. ¿Se puede decir más con menos? Nada justifica no sentir el impulso de leer este libro. Nada.