Grease, el musical: cuando vivir es un asunto urgente
Por Mariano Velasco
Uno de los personajes sin duda más acertados de Grease, el musical es el del locutor Vince Fontaine, estrella de la radio de profesión y horterilla de vocación, interpretado por un excelente Víctor Massán. Haciendo como hace las veces de narrador de la historia, y repitiendo cada dos por tres aquello de ¿saben tus padres que entro en tu habitación cada noche?, en uno de los discursetes que se marca entre número y número, deja caer una breve pero acertada disertación sobre el paso del tiempo, lo efímero de la juventud, el pasado, el presente y tal y tal… Y llega a decir una frase que conecta a la perfección con el espíritu de lo que aquí —entre bailes, canciones y amoríos— se nos está contando: que vivir es un asunto urgente.
De eso viene a tratar en el fondo, con mayor o menor profundidad, este Grease, el musical, que llega al Teatro Alcalá de Madrid para celebrar sus 50 años desde su estreno original en Chicago (un poquito menos hace de la conocidísima versión cinematográfica de John Travolta y Olivia Newton John, que es del 78). Y que nos cuenta eso que ya se nos contó entonces y a lo que algunos tal vez no le hicimos demasiado caso: que la juventud pasa volando, que cuando te quieres dar cuenta te han caído los años como una losa y que hay que aprovecharlos segundo a segundo, cueste lo que cueste, así como la oportunidad que nos da y, entre ellas, la del amor, si uno tiene la suerte de que se le cruce en el camino. Que no es lo mismo, como dice otro de los personajes del musical, estar en 1957 que en 1959. Así de rápido pasa la vida, oye.
Y tal vez el gran acierto de esta sencillota y blandita historia del amor de verano entre Danny Zuko (Quique González) y Sandy Olsson (Lucía Pemán) sea precisamente el de no regodearse demasiado en esta reflexión, sino sencillamente dejar que discurra la juventud ante nuestros ojos, con sus cositas buenas y sus cositas malas (más buenas que malas, en este caso, que ya digo que la historia es blandita). Pero sobre todo, con las ganas de vivir y de comerse el mundo que muestran sus personajes, aun así unos con mejor fortuna que otros.
Y uno —y digo yo que también cualquier espectador que ya peine canas— que seguro que cantó y bailó estos mismos temas hace ya la tira de años, se da cuenta fácilmente de cuánta verdad encierra esa frasecita tan tontorrona de que “vivir es un asunto urgente”.
Al margen de reflexiones más o menos profundas y lejos de ponernos nostálgicos, que la cosa del paso del tiempo ya no tiene remedio, este Grease tiene entre sus principales atractivos sus conocidísimos, pero aquí acertadamente versionados en su mayoría, números musicales. En especial los que son más corales y juntan a más bailarines en el escenario, como son los del concurso de la escuela y, sobre todo, el divertidísimo We go together, con la dichosa letrita esa que tiene, que si sha-na-na-na-na-na-na-na yippity dip de doom primero, y que si rama lama lama ka dinga da dinga dong después. Y cómo no, el famosísimo e imitadísimo Grease Lightning, sí, el número del cochecito que a ver quién no lo ha bailado, o intentado bailar, más de una vez delante de su bólido tuneado y atusándose el tupé, si es que se tenían (bólido y tupé).
En todo ello brilla ese jovencísimo elenco de actores y bailarines que aportan la frescura necesaria a un espectáculo que gira y gira y no deja de girar precisamente en torno a ese añorado concepto: el de la juventud.
Se agradece, por último, que se haya hecho el esfuerzo por, si no modernizar, sí acercar a una perspectiva más actual determinados comportamientos de los personajes, sobre todo en lo que respecta a las distinciones de género, dejando bien clarito como deja Sandy en más de una ocasión, antes incluso del famoso número final, que ningún chico tiene que decirle lo que tiene que hacer. Faltaría más a estas alturas de la película. O en este caso, del musical.
Grease, el musical. Nuevo Teatro Alcalá