Sobre arte y poesía, por Matías Escalera
UNA SOLA RESPUESTA (POLÍTICA) A DOS PREGUNTAS (DISTINTAS) SOBRE EL ARTE Y LA POESÍA
¿Puede haber exceso de autocrítica en la izquierda?
Recientemente, tuve la suerte de participar en uno de los eventos más gratificantes de entre los que se organizan dentro del pequeño mundo de la poesía en este país, el festival internacional “Voix Vives”, que lleva celebrándose nueve años ya en la ciudad de Toledo, asociado al festival de Sète, en la Occitania francesa, que es la matriz del mismo, y al que se unió también el de la ciudad de Génova, en la Liguria italiana.
Durante una de las sesiones, en el escenario dedicado a la poesía y al mundo relacionado con la mujer y el universo feminista, tuve la ocasión de disfrutar de una interesantísima disertación a partir del excelente libro de la poeta y crítica Noni Benegas, Ellas tienen la palabra. Las Mujeres y la escritura (2017), cuyo origen es Ellas tienen la palabra; dos décadas de poesía española, de 1997.
Al finalizar esta, se abrió un turno de preguntas y, en ese momento, vi que eran la persona y la ocasión propicias para hacer la mía, una pregunta a la que doy vueltas desde hace un tiempo y que he compartido, a veces, con algunas amigas y compañeras poetas, artistas y escritoras: ¿qué recorrido práctico real tiene la proliferación y existencia de premios literarios específicos para mujeres, colecciones de mujeres, antologías de mujeres, editoriales para mujeres, actos y eventos literarios para mujeres? ¿No terminan asemejándose estos fenómenos a una especie de “reservas indias”, como las de los Estados Unidos y Canadá, o a paradójicos guetos? Al formular mi pregunta, aseguré que mi posición al respecto no estaba fijada de antemano, que no tenía ninguna respuesta a la misma y que, dentro de mí, había una honda contradicción, como la había en otras amigas y compañeras con las que había tratado de este tema y que, por eso, la planteaba en aquel foro y a una de las personas que creía y creo que era y es la interlocutora ideal para la misma.
Al principio, no se me entendió, y los automatismos condicionaron las primeras consideraciones: ¿qué hacía un hombre tomando la palabra en aquel acto?, ¿cómo podía poner en cuestión tales fenómenos?, ¿qué pretendía?, ¿boicotear, acaso, o provocar…? Mas, cuando se vio que no se trataba de nada de eso, y comenzamos a escucharnos realmente y a dialogar, de verdad, nos dimos cuenta de que nuestras posiciones eran semejantes, que tales fenómenos son necesarios, de momento, porque la preterición, el olvido y omisión de las obras de las mujeres poetas, escritoras, y artistas, en general, ha sido y es tan lacerante, en el canon, en el mundo de la edición o en la escuela, sin ir más lejos, que todo lo que se haga por iluminar y hacer emerger a todas esas autoras, todas esas obras y todas esas trayectorias invisibilizadas por siglos de ignominia es poco, y todo ello, a pesar del uso y del abuso del mercado y de esta “moda de la mujer” que había señalado la propia Noni Benegas en su intervención; y también a pesar de todo el posible hartazgo que produzca en determinados ambientes masculinos.
Hay que seguir hasta que ya no sea necesario, hasta que, como sucede de un modo natural en foros como “Voix Vives”, anticipando el futuro, la presencia de mujeres y hombres no sea un problema para debatir, porque el género haya dejado de ser un problema en nuestras vidas. Hasta entonces, sí son necesarios premios para mujeres escritoras o dramaturgas, colecciones de mujeres poetas o novelistas, editoriales y librerías especializadas, antologías y estudios tan valiosos como el de la misma Noni Benegas, hasta el feliz y dichoso día en que dejen de ser necesarios.
Unos días después, durante el curso en torno al poder transformador de la poesía que, en un experiencia pionera –que yo sepa–, organizó el propio festival “Voix Vives”, en colaboración con la Universidad de Castilla La Mancha (UCLM), dentro de sus cursos de verano, como oportuno y acertado corolario reflexivo del encuentro de poetas, músicos y editores que había sacudido la ciudad entera durante varios días, tuve la ocasión de hacer mi segunda pregunta, esta vez, acerca de otra cuestión que siempre me ha preocupado: los efectos contradictorios de la estilización y tratamiento estético del desastre y del horror.
En esta ocasión, se la propuse a otra interlocutora excepcional, María Ángeles Pérez López, profesora de la Universidad de Salamanca, y ante otro magnífico auditorio, el del curso. La razón que la motivó fue el contenido de la ponencia que María Ángeles Pérez había desarrollado, en la que se había citado, entre otros ejemplos, la instalación “El mar del dolor” de Raúl Zurita (2016), como modelo del poder revelador y transformador de la poesía, pues, según su interpretación, en ella, en la instalación del gran poeta y artista chileno, a lo largo del periplo que se obliga a hacer al espectador de la misma, por unos pasillos llenos de agua salada, ante los inmensos paneles blancos con breves frases poéticas, la ponente creía que ese mismo espectador dejaba de serlo, para “sentir la experiencia del naufragio migrante”, ya que, como se sabe, esta instalación trata estéticamente el naufragio del que surgieron las conocidísimas fotografías del niño Aylan Kurdi, muerto en la playa y, luego, en brazos del policía turco; aunque, más concretamente, se centra en el olvido general y mediático de su hermanito muerto también en ese mismo desastre.
La idea que subyace a la instalación de Zurita es, pues, extraordinaria, humana y evocadora; su ejecución técnica y formal resulta impecable: un trayecto inundado de agua salada, hasta la pantorrilla, por el que los espectadores deben transitar, si desean leer las breves frases que se han impreso sobre grandes paneles de un blanco inmaculado, preguntándonos si olvidaremos alguna vez esa tragedia y todas las tragedias semejantes.
Está claro que sí, que olvidamos fácilmente (sinceramente: no se mientan, no merece la pena, están ustedes solos consigo mismo, ¿se acuerda alguien ya de los afganos? No digamos de los refugiados que mueren, se suicidan o los matan, desde hace años, a nuestras puertas, en Lesbos, en Turquía o en Libia; o a las puertas de Ceuta y Melilla, sin ir más lejos). La instalación en sí misma, como todo esfuerzo artístico y poético, así planteada (yo lo he hecho igual en más de un poema también), fue un ejercicio inútil, está comprobado. Pero mi pregunta iba un poco más allá: ¿no sucederá que la estilización artística y el tratamiento estético del horror y del desastre, en sí misma, oculta de facto el desastre y el horror que se pretenden evocar? ¿No será que la obra de arte, así concebida, concentra sobre sí misma toda la atención y oculta, al final, lo real, el referente? Convirtiéndose en un objeto bello, pero intrascendente (es decir, que no va más allá de sí mismo).
Analicemos el hecho objetivamente. Un artista y un poeta chileno tan indiscutiblemente excelente, sostenido por una obra inmensa y llena de sentido, concibe una instalación poética en India, sobre un suceso ocurrido en el Mediterráneo, para espectadores de clase media y alta (en la India, procedente de las castas superiores, por lo general), que son los que acuden a tales eventos; a los cuales se les obliga a efectuar un recorrido por un espacio sorprendente, que va a atraer, inevitablemente, toda su atención, caminar sobre agua salada hasta casi las rodillas, mientras leen, en inglés, una serie de frases que les preguntan por algo que apenas recuerdan o que les queda muy lejos. Vamos a poner que nosotros vamos ahora, en Pamplona, Ávila o Jaén, a una instalación semejante que evoca poéticamente los trágicos sucesos del Golfo de Bengala y los refugiados Rohingya. ¿En qué nos fijaríamos, qué quedaría en nuestra memoria? Sin duda, el hecho de habernos tenido que quitar los zapatos, de arremangarnos los pantalones y las faldas, de transitar por agua salada, etcétera, y, de paso, lo mal que lo pasan unos tales Rohingya, allí, muy lejos en una región de Asia que la mayoría dudará en situar.
Algo muy distinto hubiese sido que Zurita o el artista que fuese, da igual, hubiese obligado a transitar esos mismos pasillos a esas mismas familias y esos mismos espectadores procedentes de las castas superiores, estrechando los conductos de tal manera que se tuviesen que tocar con otros supuestos espectadores procedentes de las castas inferiores e intocables, diseminados, a propósito, por el trayecto, y que estos les recitasen, cuando les tocasen, algunos versos sobre la compasión y la justicia. Eso sí tendría cierto sentido en la India, en 2016. Ahí, sí, la experiencia personal y el shock ideológico y existencial hubiese primado sobre la propia obra. Lo mismo que sucedería si en una instalación semejante, en Pamplona, Ávila o Jaén, se nos obligase a tocarnos y a rozarnos con familias gitanas, españolas o rumanas, de las Tres Mil Viviendas o de la Cañada Real, mientras nos recitan versos sobre la igualdad y la justicia.
Lo interesante fue que, en el vivo intercambio de opiniones con otros asistentes al curso, tras la brillante exposición de María Ángeles Pérez López: primero, en los pasillos de la sala, y, luego, durante la comida, llegamos a la misma conclusión a la que, días antes, habíamos llegado con Noni Benegas y las representantes de la Plataforma 8M de Toledo, presentes en aquel acto; mientras sea necesario y mientras haya artistas y poetas como Raúl Zurita dispuestos y en condiciones de hacer lo que hizo en India, hay que hacerlo, no podemos desperdiciar ninguna ocasión, ningún espacio o foro, para manifestar artísticamente nuestra visión del horror y del desastre, a pesar de los riesgos que indudablemente corremos. Otra cosa es el negocio, otra cosa es el mercado y las modas, fenómenos que no podemos controlar.
Claro, pues, el asunto; comprobado que solo hay una respuesta política para esas dos preguntas, debo decir que, en esta ocasión, como en otras que he vivido (si lo pienso bien, desde el principio de mi militancia en organizaciones de izquierda), he notado –y se me ha hecho notar– una cierta incomodidad y fastidio ante preguntas consideradas embarazosas o inconvenientes, igual que, más tarde, me ha sucedido con algunas tomas de posición expresadas en nuestros medios naturales de comunicación. Esa inclinación a la autocrítica, a hacer preguntas sobre nosotros mismos y nuestras prácticas, a considerar que el objeto más interesante de la reflexión ideológica y política, hoy –en esta coyuntura concreta–, desde la izquierda, es la izquierda misma: cómo nos pesan, por ejemplo, nuestros hábitos más conservadores, o cómo nos lastran las inercias adquiridas y nuestros protocolos calcados, al milímetro, del enemigo de clase, al que pretendemos combatir, se considera, a menudo, incómoda o excesiva. Y, tal vez, lo sea para algunos –o muchos– de mis compañeros y compañeras; pero estoy convencido de que, en la izquierda, no hay nunca –no debería haber, al menos– exceso de autorreflexión y que su falta es, precisamente, una de las causas de nuestra división; pensar en común, debatir con franqueza, disentir nos une; no hacerlo –por contra– nos separa.