Alfonso X, el Poeta, en Sevilla (Feliz Centenario)
Por Antonio Costa Gómez.
Me acuerdo de Sevilla, de que tomaba cervezas en ese bar en mitad del Guadalquivir que luego destruyeron con esta plaga mundial del diseño frío y árido, de que me volvía loco soñando entre los naranjos en el Alcázar, de que paseaba por la Alameda de Hércules lejos de los turistas y cerca de la vida, de que miraba el Finis Gloriae Mundi de Valdés Leal en el Hospital de la Caridad pero eso me hacía desear más que nunca los delirios del Pecado en esta vida fugaz que se va como los vasos de vino, de que en el Barrio de Santa Cruz sonaban apreturas de guitarras, de que unos gitanos nos enseñaron con tronío la tumba de la duquesa de Alba.
Me acuerdo de Alfonso X el Sabio, que cumple 800 años, que acabó solo cuando se le enfrentaron todos y solo le quedó Sevilla, que se dedicó a las estrellas y a la poesía y no a los asuntos prácticos y políticos, que promovió la cultura en todos los campos, que vivió apasionadamente la poesía, que pretendió el Sacro Imperio Romano Germánico igual que don Sebastián en Portugal (que desapareció como el rey Arturo en una batalla) soñó con el Quinto Imperio del Espíritu, que escribió las Cantigas de Santa María para abrir camino a Robert Graves y La Diosa Blanca.
Me acuerdo de ese poema en gallego portugués medieval (“Non me posso pagar tanto”) donde sueña que olvida todas las intrigas y las mezquindades de la Tierra y se va por el mar en un galeón solitario, como el del infante Arnaldos lleno de música y soledad, y dice: “Y me iré por la marina / vendiendo aceite y harina / y escaparé del veneno / del alacrán, porque yo / no conozco otra medicina […] Porque ya fui marinero / y me quiero más guardar / del alacrán y tornar / a lo que fui en primer lugar”. Y se vuelve solitario y libre como San Brandán el Irlandés por el Océano sin fronteras.