‘Agua dulce’, de Akwaeke Emezi

Agua dulce

Akwaeke Emezi

Traducción de Arrate Hidalgo

Consonni

Bilbao, 2021

241 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

El personaje es “una niña precoz pero de moratón fácil, constantemente perforada por el mundo, por las palabras, por las burlas de Chima y sus amigos, que se reían de su cuerpo porque era blando y redondeado”. O, al menos, ese es el personaje durante la infancia. Lo cual apunta a una novela de crecimiento, una novela de aprendizaje, que se nos presentará de una forma muy imaginativa, o al menos muy imaginativa para el contexto del mundo occidental. Son tres las voces que nos irán hablando, aunque una de ellas, la de la propia protagonista, de forma muy ocasional y para recitar un poema o expresarse de manera epistolar. Las otras dos voces pertenecen al interior de la protagonista. Si Virginia Woolf nos mostró que se podía escribir una novela que sucediese por entero dentro de la cabeza de un personaje, Akwaeke Emezi (Nigeria, 1987) nos enseña que dentro de un personaje, de una persona, existe algo más que lo que protege el cráneo. Por un lado están esa voz que habla en primera persona del plural, Nosotres, que se traduce en un término de vocal final neutra significando la universalidad, pues se trata de una suerte de demonios, de conciencias, de dioses interiores que afectan a hombres y mujeres. Se nos presenta, en buena medida, como parásitos de los que dependemos para fraguar un diálogo interior, incómodo, eso sí, sobre el que ir creciendo. Tal vez el fundamento sea una suerte de animismo, considerando que nos habitan múltiples seres, que el principio vital debería administrarse en plural, que somos poliédricos y que somos líquidos.

Regidos por esos Nosotres, la vida se muestra en toda su dureza. Los años de infancia, en África, nos hablan de la crueldad que supone empeñarse en permanecer vivo. Para sobrellevarlo, el punto de vista desarrolla la narración con un cierto empuje surrealista, como si el mundo no estuviera plenamente escrito antes de conocerlo, sino que se fuera escribiendo a medida que uno despliega las palabras. Da la sensación de que la autora ha puesto no ya el lenguaje, ni siquiera la estructura, sino las vidas de los protagonistas a fermentar. Es una narración algo febril que tendrá su contrapunto en la segunda voz.

Y esta segunda voz surge desde lo oculto cuando la protagonista, ya adolescente, ya emigrante en Estados Unidos, descubre el sexo. Y junto al sexo una nueva forma de relacionarse con la gente. El relato pasa a ser más concreto, más mundano, en manos de este otro ser que la vigila, la acompaña, y la ocupa con toda su voluntad cuando hay ocasión de entregar la carne al hombre que la gusta. La protagonista es una marioneta de sí misma y va explorando, en los vuelos a los que le llevan los seres que la habitan, los límites de lo humano. La novela nos habla de nuestros fantasmas y de cómo aceptarlos, de lo imprescindible que es saber que no somos un ser unificado. Es una invitación a la psicoterapia a través de una lectura metafórica de nuestra consistencia, si es que lo que somos, seres desmigados que luchan por recomponerse, se puede llamar consistencia. Emezi consigue, así, una novela muy interesante, que por momentos nos lleva a explorar la cantidad de lo interesante que somos capaces de soportar.

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