«Los invisibles», novela de Lucía Puenzo con niños que roban para adultos
Por Horacio Otheguy Riveira
Entre Argentina y Uruguay, invadiendo chalés de ricos en zonas privilegiadas, tres niños (de 6, 14 y 15 años) son dirigidos por veteranos criminales. Si no fuera por sus habilidades en cuerpos delgados, ágiles para entrar, robar y escapar, estarían en la calle a merced del hambre y los abusos de otro tipo, ya que la explotación sexual de los menores es un negocio de muchas cifras mundialmente establecido, en general de América rumbo al llamado primer mundo. Pero estos Invisibles pertenecen a una banda muy bien organizada que explota sus talentos en zonas residenciales de Buenos Aires, y coyunturalmente son enviados a zonas turísticas de alto vuelo en Uruguay, preferentemente Piriápolis, donde se estudian las viviendas vacías y se orquesta el acoso de los chicos. Chicos bien alimentados que se conforman con poco, disfrutan del descubrimiento fantástico del mar, del confort burgués que asaltan y de cuanto elemento o acción gratificante se les cruce en el camino.
Temerarios, hábilmente manipulados entre peligros de los que sólo a veces son conscientes, la novela presenta un cuadro criminal que aglutina los intereses de adultos que aprovechan al máximo las posibilidades que les ofrece la orfandad de niños que juegan a vivir con buen espíritu de combate… hasta que la suerte deje de serles favorable.
«Antes de que aparecieran por Once ya habían escuchado el rumor: andaban reclutando chicos para trabajar en Uruguay todo el verano. A la Enana la siguió varias cuadras una señora rubia antes de que ella se diera vuelta para preguntarle qué quería. La había visto en la pizzería en la que les separaban las sobras
cada noche. La mujer le preguntó si le interesaba trabajar en otro país un par de meses. Les iban a dar casa
y comida. Sin acercarse la Enana le preguntó a cambio de qué.
—Lo mismo que hacés acá con tu hermano y el otro pibe.
—¿Y vos qué sabés qué hago?
—Lo de las casas. Dicen que son los mejores.
—¿Quién dice?
—Guida.
Muchos guardias de seguridad de la Zona Norte andaban en lo mismo: los llamaban cada vez que los dueños de las casas que cuidaban se iban de viaje o a sus casas de fin de semana. Los pibes seguros eran oro en polvo, sabían entrar a las casas sin dejar rastros y no boqueaban sobre lo que hacían.
Guida había tenido a varios chicos a prueba, pero ninguno les llegaba a los talones al trío que formaban la Enana, Ismael y Ajo. No había casa a la que no lograran entrar por alguna ventana mal cerrada.
Ajo tenía seis años pero era el más hábil de todos, trepaba las paredes cubiertas de enredaderas con la velocidad del hombre araña. Era diminuto para su edad, aunque tenía la mirada de un hombre adulto.
El día que la Enana se lo presentó, Guida le pidió que se lo llevara. Era arriesgado trabajar con pibes tan chiquitos.
—Yo empecé con usted a los nueve.
—No es lo mismo que seis.
—Hace lo que yo le digo —insistió la Enana.
Guida miró a Ajo de pies a cabeza.
Hacía tiempo que Ismael había pegado un estirón y la Enana se había llenado de curvas, las cosas empezaban a complicarse. La clave era contar con alguien que pasara por lugares impensables.
Ajo le sostuvo la mirada, firme como un soldado.
—Hago lo que ella me dice —repitió.
—Pruébelo.
—Si no sirve no lo traemos más —remató Ismael.
Guida asintió. Conocía de memoria los puntos débiles de las casas y las rutinas de los dueños. Era lo único que hacía: observarlos. Si tenían perros les daba una bolsita con carne picada en la que molía calmantes. Si
las casas tenían alarma, además de la carne picada les daba otra bolsita con caca de gato. Ese primer día, Ajo entró a un caserón inglés que ocupaba un cuarto de manzana en una cuadra arbolada de Acassuso. Entró por un agujero en el alambrado que había detectado Guida, una rotura que debía ser la hazaña de alguna comadreja bien alimentada. Como un contorsionista, pasó el brazo izquierdo, la cabeza y recién después el torso, a presión, y no se quejó cuando la punta del alambrado le hizo un corte en el hombro.
La Enana le había aclarado que iba a tener una única oportunidad para impresionar a Guida. Una vez adentro, miró el jardín arbolado y respiró hondo.
Tenía las manos transpiradas y la boca seca.
Abrió la bolsita con carne picada y esperó» […]
Una novela que trasunta peligros y emociones con una distancia suficientemente fría para alejarse del melodrama palpitante en el dolor intrínseco de estos seres que valen lo justo para dirigentes implacables que les tratan como a un igual, pero nada dicen que en cuanto sus músculos se hagan fuertes, sus huesos crezcan, sus cuerpos se ensanchen, ya no les servirán para nada… Excepto si se produjera una vuelta de tuerca que queda en el aire de las notables sugerencias de la trama final.
El abuso sexual no viene a cuento. Apenas si da para algunos comentarios al paso (una menor campeona de ping pong contratada en exclusiva en la casa de un ruso; un Club que organizaba fiestas con menores hasta que una se les murió…): lo que importa es su escasa forma física en un crío de 6 años para meterse por ventanucos y otros orificios, y las innatas habilidades de los de 14-15 para otras áreas y sobre todo para la selección de materiales a robar: cosas valiosas en pequeñas cantidades, para que tarden en darse cuenta: de alhajas abundantes, unas pocas; de cubertería de plata, no más que unos pocos cubiertos… Un mundo adinerado que se difumine entre sus manos como si se tratara de un juego de trepa, coge y corre antes de que se den cuenta de nada, porque cuando se produce un error todo puede convertirse en una pesadilla de la que resulte difícil liberarse.
«[…] La casa del ruso parecía haberse preparado para una invasión: había cámaras de seguridad cada pocos metros, alambre de púas en la parte superior del muro y un portón de hierro macizo, infranqueable, como única forma de ingreso. Un portón de dimensiones tan inabarcables que la Enana e Ismael, con Ajo en brazos, se sintieron más solos que nunca al pararse frente al portero eléctrico que estaba en uno de los laterales.
Es un suicidio, pensó la Enana mirando de frente a la cámara, pero no llegó a decirlo.
Una luz roja se encendió en el portero.
—Voy —dijo la deportista.
Ismael y la Enana se miraron de reojo, pero un quejido de Ajo les hizo recordar que estaban jugados. Varios minutos después el portón se abrió con elegancia, sin tocar el suelo y sin el más mínimo ruido, como si fuera tecnología espacial […].
Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1976) es escritora y directora de cine y series de televisión. En sus obras más destacadas la infancia adquiere singular protagonismo. En XXY, su primera película, ganó el Gran Premio de la Crítica en Cannes (2007) y un Goya a la Mejor Película Extranjera: historia de amor entre un niño y una niña trans. Audaz y delicada realización protagonizada por Inés Efron —la niña—, Ricardo Darín y Valeria Bertuccelli como sus padres.
Su segunda película, El niño pez, abrió la sección Panorama del Festival Internacional de Berlín en 2009: una adolescente enamorada de su criada en un entorno de crimen sin castigo.
También fue guionista y directora de Wakolda. El médico alemán, en 2013, también con numerosos premios internacionales: un criminal nazi, una chica trans, un paisaje mágico que centroeuropeos convirtieron en sucedáneo de su paisaje natal: Bariloche, Patagonia argentina.
Publicó las novelas El niño pez, 9 minutos, La maldición de Jacinta Pichimahuida y La furia de la langosta. Sus libros han sido editados en la Argentina, Francia, España, Alemania, Italia, Turquía, Estados Unidos y Brasil. En 2010 fue elegida por la prestigiosa revista literaria inglesa Granta como uno de los veinte escritores jóvenes más importantes de la lengua española.
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