«La Exhibicionista», de Ana Lamela Rey
Por Miguel Ángel Real.
La polifacética Ana Lamela Rey presenta una versión actualizada y ampliada de La exhibicionista, que cuenta con ilustraciones de Antonio Navarro ( Ed. Gravitaciones), donde, desde el primer poema, entramos de lleno en el dolor del yo poético, aunque ante la brutalidad surge, de inmediato, la determinación por no callar: “Os digo / os grito que no, / Que con una palabra cualquiera no me podréis matar”. La lucha interior por superar el sufrimiento es una constante que nos atrapa en cada verso ante los cuales es imposible seguir indiferente.
Para reivindicar la voz y el ser el cuerpo es utilizado como un estandarte dolorido pero orgulloso: es un arma contra el olvido o el desprecio de aquellos que prefieren el silencio; la enseñanza es que no se debe ocultar nada si un ser humano no quiere ser anegado por el sufrimiento. En ese sentido, “exhibicionista” se convierte en el poemario en un sinónimo de “sincera”, y si para algunos puede resultar chocante es porque vivimos en un mundo que no admite expresar sentimientos y sensaciones. Ante esa presión de no sobresalir, de ocultar vivencias para no “molestar”, Ana Lamela Rey se impone como una mujer fuerte, o más bien en alguien que se esfuerza por no derrumbarse, ya que no hay ningún heroismo en su manera de vivir.
Lo fundamental en el libro es la voluntad de decir y evidentemente de ser escuchada: “al clavarme cien mil cristales en el cuello, lo único que os pido es que me miréis a los ojos, que no paséis de largo”. Se apela así a la cobardía de los que prefieren ver calladas a aquellas personas que han hecho sufrir, otorgándole a la palabra un sentido esencial, lo cual es el punto de partida de toda creación literaria de calidad.
En la segunda parte, “Heridas”, el dolor se amplía y se extiende a los objetos que rodean a la escritora: “Soy la madre vaciada que no engendra hijas sino pequeñas rocas arenosas, polvo / La leche que se agria en la nevera. / El limón del moho verde asqueroso», para avanzar hacia un ansia de autodestrucción que ha sido originada por las relaciones conflictivas con los seres amados. La inadecuación al mundo parece insoluble, pero tal vez hay un remedio en un pasado que “tiene un poso de dulce amargura que seduce”, aunque quede claro que la poeta no quiere quedarse anclada en antiguas vivencias.
La tercera parte, “Gajos”, insiste en este tema y sugiere que el pasado hay que echárselo “a la espalda” para pasar por encima de un desengaño presente y profundo. Así avanzamos hasta los versos siguientes, reunidos bajo el título evocador de “Mudanzas”, donde los poemas son más cortos, como despojándose definitivamente de la piel que representa lo que la poeta fue. Pensamos pues en los diferentes sentidos de la palabra “mudar”, como dejar una cosa y tomar otra pero también como soltar la piel y producir otra. De este modo, hay que emprender “un viaje donde pierdes caparazones y ropa”, dejando la puerta abierta hacia una vida nueva que queda en suspenso, y para la que será necesaria una nueva forma de expresarse: “Cambias de casa, / cambias de patio, / cambias de modo, / cambias de panal, / cambias de verbo.”
Se trata también de denunciar las relaciones banales, aquellas en las que no nos arriesgamos: “Por favor, no me toques si no vas a acabar conmigo”. Entiéndase esta idea una vez más como una reivindicación indispensable de los sentimientos: “Fue una suerte que me comieras a gajos. Saboreándome. Ahora no podrías hacerlo. Mis trozos ya no se desentrelazan tan fácilmente como antes”.
Los versos de Ana Lamela, íntimamente ligados al cuerpo, proponen una sensualidad que es natural y que está despojada de todo voyeurismo, oponiéndose así a lo que algunas mentes recatadas podrían esperar del título. Es un libro en el que prima “mi yo sin dobleces raras”, y en el que queda claro que ante la inercia de seguir caminos trillados y asépticos, lo fundamental es vivir y sentir: “Ultimamente ceno solo pintas de cerveza en bares subacuáticos. / Dicen que sienta bien. (…) Después allí, mientras yo degusto tus ojos, dejo / que metas tu lengua entre mis piernas, / eso sí que sienta bien”. En definitiva, “La exhibicionista” es un alegato por el valor del lenguaje, una lucha encarnizada contra la obligación social de callarnos para responder a normas absurdas efectuada con las armas de una poesía valiente, clara y profundamente humana.