Meteórica: el infinito perceptible
Elena Marqués.- Entre los muchos miedos de mi niñez, aparte de los terremotos y las erupciones volcánicas, me aterrorizaba la improbable caída de un meteorito sobre la azotea de mi casa. No sé si algo tendrá que ver que nací bajo un signo de fuego, pero para nada participaba de la ilusión infantil de las estrellas fugaces, que, más que el planteamiento de un deseo, me arrancaban la convicción de una amenaza.
Nada amenazante resulta, sin embargo, el libro de Paula Díaz Altozano, Meteórica; una notable selección de aforismos, buena parte de los cuales gira en torno al arte, al que dedica sobre todo la primera sección. Posiblemente porque, como persona formada en la música (la autora tiene el grado de piano), y como interesada, hasta el punto de encaminar a ello su tesis doctoral, en fotografía artística, cree verdaderamente lo que recoge la cita del cineasta ruso Andréi Tarkovski que precede al texto: «El arte proporciona la posibilidad de que lo infinito sea perceptible». De hecho, en más de una ocasión notamos que, para la aforista, se impone la superioridad del arte sobre el mundo («El cielo copia los frescos de las cúpulas», o, con absoluta claridad, «El arte está un peldaño por encima de la razón»). Por otra parte, a través de estos aforismos bien puede reconstruirse su poética y su aspiración creativa («Escribir un océano»). Y por último (aunque en verdad esto no acabe aquí), como otros tantos cultivadores del género, lanza su propio y muy acertado metaforismo al describir estas máximas como «el chispazo del mechero».
En efecto, brillantes como descargas instantáneas, y de una concisión envidiable, pues en un espacio mínimo abre todo un mundo de sugerencias, caminos y matices, las paremias de Díaz Altozano son tremendamente líricas y sinceras («Desde que nacemos, echamos el ancla a la tierra»), útiles y acertadas (me gustaría reconocerme en este «Crear requiere una dispersión inicial, un ‘no hacer nada’ previo»), carnalmente humanas al pergeñar al individuo en su fragilidad y su grandeza y en su eterna búsqueda de seguridades. Su aparente sencillez, sus brochazos de frases sin verbo, como pequeñas definiciones personalísimas, transparentan un espíritu inquieto, sagaz y observador que emerge en la primera persona en más de una oportunidad («Camino a contrapaso», «Soy mi batalla») y que no se sustrae del análisis del mundo contemporáneo («La ideología extrema se muerde la cola»), en el que, como afirma en la segunda parte, «la épica es interior», pues, glosando a Giordano Bruno, dentro de cada hombre se contiene el Universo.
Por supuesto, de esas observaciones sobre el acontecer presente extrae pensamientos válidos en cualquier tiempo y espacio, y eso es lo que confiere vigencia y atractivo a estas sentencias tan poco sentenciosas, tan particulares y a la vez tan apropiadas a cualquier oído que se detenga a escucharlas.
Además, la profundidad de muchos de ellas, que admiten dobles y triples lecturas si se quiere («El Universo es una manzana mordida»), muestra la lucidez de quien, para entender, hunde los ojos en las estrellas (el título del libro no es gratuito), filosofa con un lenguaje accesible, se detiene en la infinitud de lo diminuto y en la reflexión especular (hay muchas referencias a lo dual, al enfrentamiento como energía motriz) para aceptar con convicción el relativismo como fórmula de conocimiento («Lo más pequeño es el sol: un punto allá arriba. La inmensidad está en la hierba que pisamos»), pues, según queda dicho, todo reside en la mirada, fundamental en un buen aforista que desea aportar, sobre los asuntos de siempre (¿no tenemos pendientes las mismas preocupaciones sin resolver?), su propio punto de vista, así como pensamientos-visiones cotidianos que, también en su modestia, desvelan gran profundidad, pues de la contemplación de lo mínimo puede deducirse la verdadera escala del mundo.
Y al mundo y a la naturaleza van dedicados muchos de los aforismos de la segunda parte del libro, al Universo vivo, humanizado («El mar me sueña todas las noches», «Cruzo el límite del camino y el bosque empieza a pensarme»), a la relación con el entorno (no hay individuo solo) a través de la mirada subjetiva y transformadora del poeta.
En esa naturaleza trastocada por el hombre no olvida su intervención y su huella, desde la construcción de un viejo campanario al vuelo del astronauta, aunque me llama la atención que, en esa segunda sección, sea el mar, siempre tan simbólico, el que lo rodee todo, pues con aforismos dedicados a esa misteriosa extensión de agua empieza y termina la autora para dar paso a una última parte que recoge las máximas más llenas de luz, de empatía y de principios («Cada mañana es un nuevo Génesis», «Despierto temprano y abro la ventana: algo en el aire recuerda a los días de la creación», «Tu herida ha empezado a sangrarme»). En ellas comparte de nuevo su visión de que el mundo es inagotable. Y que lo haga en unos momentos tan grises, en que son pocos los que miran al cielo a la espera del milagro de la estela de un cometa, resulta especialmente generoso y es muy de agradecer.