‘La cosmovisión de los grandes científicos del s. XIX’, de Juan Arana
RICARDO MARTÍNEZ.
Las grandes ideas, que nacen de la inteligencia humana, se apoyan en la condición interior de esos humanos y, en tal sentido, toda idea que derive de su trabajo, imaginación e inteligencia ha nacido de cuanto de lo que esas cualidades humanas estuviesen presentes en su ser.
Aquí, en este libro lleno de un interés universalizado y universalizante, se nos habla y razona desde la perspectiva de distintos especialistas sobre aquellos descubrimientos que han dado renombre a tantos científicos y, amén del aporte de algunos de sus escritos relevantes donde se pone de manifiesto su genio, también se justifica de alguna manera lo que el libro pretende como compendio de conocimientos del descubridor.
La razón de esta edición, en principio, resulta bien sencilla: “La buena acogida que ha encontrado entre el público y los especialistas el volumen que preparamos el año pasado sobre La cosmovisión de los grandes científicos del siglo XX, nos ha animado a proseguir la serie y elaborar una panorámica de similares características”
El índice es amplio en nombres y en materias: Cantor, Gauss, Dalton, Faraday, Volta, Fourier, Darwin, Mendel, entre los nombres, y los Matemáticos, los Físicos, los Químicos o los Biólogos entre las materias estudiadas. Ya queda dicho, un compendio no solo rico en las materias abordadas, sino claro y sencillo en la exposición. Un libro-consulta de largo y fecundo contenido.
Por citar un caso, creo, paradigmático, he reparado en un nombre a mi entender esencial en la ciencia moderna, cual es el caso de Darwin, en honda relación racional con la ciencia y honda relación también con su fe de creyente.
Nació y murió en Inglaterra (1809-1882) Espíritu inquieto y observador, tenía una natural disposición para la historia natural: “su interés por la educación abstracta y teórica de la época fue escaso (…) le interesaba más lo que podía ver, tocar y comprobar por sí mismo que atender a cualquier criterio de autoridad (…) su amor por la vida al aire libre cuajó en su interés por a la naturaleza. Ese espíritu cristaliza en un gran afán de coleccionar todo tipo de objetos. Era un ser humano de sensibilidad exquisita”
Tras abandonar los estudios de Medicina en Escocia, acude a Cambridge para prepararse como clérigo anglicano, idea que también acabará por rechazar. Había de ser el biólogo y geólogo John Henslow quien pensó en Darwin para que ocupara la plaza de naturalista a bordo del Beagle (de diciembre de 1831 a octubre de 1836), viaje que habría de conformar su formación humana y científica en gran medida.
En julio de 1838 anotará: ‘inicié mi primer cuaderno de notas sobre datos relacionados con El origen de las especies’, tema sobre el que, al parecer, había reflexionado largo tiempo y en el que trabajará sin cesar durante los veinte años siguientes. En 1856, y animado por el ensayo que le envió su colega Mr. Wallace (On de tendency of varietes…) que estaba en el archipiélago malayo –“ensayo que contenía una teoría exactamente igual a la mía”- comienza a redactar la obra por extenso.
Darwin -leemos en el texto del prof. Rodriguez Valls, el responsable de su exégesis científica “concibe que la especie humana no guarda ninguna singularidad en su aparición en la historia de la vida: es una especie que nace como consecuencia de los mismos mecanismos por los que lo hace el resto de los seres vivos” Algo que nos resumirá su hijo, extraído de una de sus cartas: “(mi padre) pretende haber incluido al hombre mismo, su origen y constitución, en la unidad que previamente había intentado trazar a través de todas las formas animales inferiores”.
Leemos también que, respecto de las facultades intelectuales de los animales superiores no humanos, arguye Darwin “no ser improbable que existan en ellos –y aquí considero que sus teorías continúan con perfecta vigencia científica a día de hoy- facultades más complejas, como las formas superiores de la abstracción, de la conciencia propia, etc., que no son otra cosa que resultados del desarrollo y combinación de las facultades simples”
Es cierto: se suele divulgar que la creencia en Dios y el evolucionismo son incompatibles (y él mismo tuvo, a este respecto, diferencias graves con las creencias de su mujer) y ello ha de derivar en que ‘poco a poco, sus ideas sobre la selección natural van sustituyendo el lugar de la Providencia y la convicción de que las facultades mentales del ser humano derivan de las facultades tan bajas de los animales’ o, dicho en palabras del propio Darwin en carta a un estudiante holandés: “Puedo decir que la imposibilidad de concebir que este grandioso y maravilloso universo, con estos seres conscientes que somos nosotros, se origina por azar, me parece el principal argumento a favor de la existencia de Dios, pero nunca he sido capaz de concluir si este argumento es realmente válido”.
Y, en tal sentido, escribirá unos años más tarde: “En mis fluctuaciones más extremas, jamás he sido ateo en el sentido de negar la existencia de un Dios. Creo que en términos generales (y cada vez más a medida que me voy haciendo más viejo), aunque no siempre, agnóstico sería la descripción más correcta de mi actitud espiritual”
He querido elegir la figura de este científico por cuanto estimo que significa una de las cumbres del avance científico humano y, como no podría ser menos, en ello va la implícita pregunta que habrá de continuar el progreso, la especulación humana como fuente de conocimiento.
Al fin, la obediencia a la invitación de Aristóteles respecto de la necesidad de la curiosidad. Un libro apasionante, lleno de retos culturales, de desafíos intelectuales.