‘Amores torcidos’, de Recaredo Veredas
MIGUEL ÁNGEL SERRANO.
Sostiene Veredas, en esta dura novela sobre los endebles basamentos de la personalidad (y la lucha en el desván de la mente) una tensa historia separada en dos momentos, los años ochenta y la época actual, y que narra cómo la pervivencia del trauma (con su compleja red de asociaciones, como la culpa, la humillación, el desdoro, la paranoia…) gobierna de manera inevitable la vida toda.
Cierto es que para Antonio, el protagonista, el trauma es de dimensiones considerables, pero la novela deja entrever que todo el mundo tiene una psique torturada y compleja, en la que bien y mal luchan sin que haya fronteras, ni aun trincheras o líneas rojas claramente definidas. La peripecia se desenvuelve entre la época adolescente de Antonio y de Martín, su contraparte y victimario en una descarnada relación de acoso, y el momento actual, en el que Antonio posee y enseñorea, de manera también brutal, un despacho de abogados de notable éxito. Hay un cambio de papeles que, sin desvelar nada, es el eje de la novela, pero solo para mostrar el distinto grado, uso y disfrute del poder y la fuerza de ambos personajes. En este caso, pervirtiendo el dicho hobessiano, el hombre es un lobo para sí mismo: el corolario es que habita la manada, pero no siempre con comodidad, como cordero disfrazado.
Más claro es el mensaje de lo inacabable de la humillación, el recuerdo podrido: si hay algo tiránico en la novela es la memoria, como si la némesis anduviera acompañando, invisible y poderosa, al narrador, solo con el fin de llegarse a los personajes para exigir cuentas. Elige Veredas un narrador omnisciente y en tiempo presente, tanto para la época del instituto como para la del despacho. Usualmente una elección de ese tipo puede cansar, pero no es el caso: esa presentización contribuye precisamente a recalcar el hecho de la persistencia del daño recibido, y la inmediatez, casi la crónica de lo que pasa en tiempo real, lleva al lector con comodidad y suspense a este potente recuento del daño inacabable. Así, la personalidad de Antonio, que es el mapa por el que transcurre la novela, se muestra como un terreno en el que no se puede ni siquiera entrever el fin de la pesadilla en la que el acoso escolar sume al protagonista para el resto de su vida e introduce la culpa en todas sus relaciones humanas. No le santifica Veredas: muchas de sus actuaciones son despreciables, pero resulta ser alguien teñido de rojo en un paisaje rojo: nadie a su alrededor parece extrañarse o señalárselo.
La riqueza de matices de Amores torcidos es notable. Veredas dibuja el paisaje psicológico de los personajes con toda la riqueza que la paleta elegida le permite: puesto que todo es descarnado, las emociones asociadas a eso son las dominantes, lo que deja poco espacio a sentimientos positivos, como la amistad (irreconocible y falsificada en el relato) el amor (según y cómo y aceptando una definición cínica) o el simple apoyo entre humanos. Es como si se entrara en el infierno, pero solo un poco, y se pudiera ver lo liminal de la caída y por tanto entrever la posibilidad mínima (y ajena al propio gobierno) de una redención oculta entre el derrumbamiento vital que destruye la posibilidad de habitar el mundo junto a los otros, lobos al fin y al cabo. Bastaría con desandar…
Y al tiempo que asistimos a la historia de Antonio, a su asunción, reconstrucción, derrumbe, análisis, perforación, tragedia, resiliencia prestada, asistimos a una descripción de la sociedad de las apariencias, de la presión de qué dirán, de los papeles de hombre y mujer, de las instituciones del matrimonio, el trabajo, la reputación. El núcleo sentimental de algo que no acaba de funcionar en nuestras vidas, en nuestras comunidades, en nuestra relación con los demás. Ese trasunto, conducido por la peripecia de Antonio, se ve aquejado de males similares a los de este, lo que provoca una interesante sensación de asfixia que lleva al lector a la conmiseración.
En definitiva, una novela eficaz y poderosa que deja un paso en boca amargo pero lleno de matices. Como un vino bien envejecido, al contrario que los personaje.