Allen Ginsberg en Palenque
Por Antonio Costa Gómez.
Está bien caminar bajo la lluvia en Palenque, y ver las viejas pirámides entre la jungla, y entrar en la tumba de la Reina Roja, con el interior pintado de rojo, y asomarse al Templo de las Inscripciones, tratar de distinguir algunas en la escalinata, distinguir un pez misterioso, pensar que ahí enterraron al rey Pakal que levantó todo esto.
Y recordar que, por aquí, estuvo Allen Ginsberg, y comentó en su diario que parecía una pintura china, y le escribió a Neal Cassady que había atravesado Chiapas borracho en autobuses. Y pasear bajo la enorme variedad de árboles, e ir distinguiendo las construcciones entre la niebla, y escuchar a los monos aulladores que parecen jaguares furiosos. Y acordarse del poema “Siesta en Xibalba”, que luego publicó en el libro Sandwuiches de Realidad.
Xibalba es el inframundo de los mayas, el mundo de los Nueve Dioses de la Noche a los que convenció el rey Pakal. Está bien recordar que, tendido en la hamaca de una amiga norteamericana, sintió un contacto con la vitalidad del cosmos y con la eternidad, y se sintió a sí mismo mirando las estrellas. Y vio como una foto fija para siempre sus fiestas en Nueva York rodeado de amigos y de excéntricos, y le pareció como un apocalipsis de sintaxis imposible.
Y sentir cómo Allen Ginsberg que su pensamiento fino es más vago que sus sueños y caen los penachos rotos de su sensación y caen los trozos de su intelecto en la locura del olvido sobre las ruinas santas del mundo. Y mirar todo con nostalgia anticipada y voluntad de tragarse todo esto para siempre, “las capillas rotas en el verde en el sótano de un monte / y todo el limbo del Xibalba todavía desconocido”, porque el mundo a pesar de toda la arrogancia humana es desconocido y vivo e incontrolable, como le gustaba a Allen Ginsberg, como me gusta a mí.