Juan Kruz Igerabide se pregunta en su nuevo libro de aforismos hasta cuándo se puede tener razón
Juan Kruz Igerabide, sabio vasco, plasma en sus aforismos, con lúcida compasión y dicción exacta, todo aquello que el ojo ya ve, pero que no comprende; ¿y qué otra misión tiene el aforismo, sino brindar algo de luz, aunque sean puntos, en un mundo inundado por el absurdo? Antes de Hasta cuándo se puede tener razón, ha publicado los libros de aforismos Herrenaren arrastoan (Tras la pista del cojo; Alberdania, 1998), Egia hezur (Alberdania, 2004; También las verdades mueren, Alga, 2004) y Breviario perplejo (Trea, 2017).
«De niño leí bastante, pero sin pensar que leer me gustara, leía por leer y nada más; y así empecé a escribir en la adolescencia, escribía por escribir y nada más. No tenía, ni mucho menos, una conciencia estética; tampoco una voluntad estética. Pasé muchos años escribiendo para mi mismo. Incluso mi hija nació antes que mi primer libro. Desde entonces, sin embargo, he hecho más libros que niños». Y añade: «¿Merece la pena mencionar los libros que he escrito? ¿Aquellos que más aprecio? Me es imposible; al fin y al cabo, cada libro es una pequeña frustración, y no por el tema del éxito o porque las críticas hayan sido buenas o malas, no. Confesaré la verdad de manera que nadie pueda oírme: quiero ser un dios, y crear mi propio universo, pero uno verdadero, que sea tangible, no imaginado. Pero no es posible. He llegado a pensar que tal vez sea más fácil ser Satán, pero si el propio Rimbaud fracasó en eso, a estas alturas será inútil. Ahora ya sabéis la verdad de la verdad».
En Hasta cuándo se puede tener razón, publicado previamente en vasco y ahora en castellano por Apeadero de Aforistas, Juan Kruz Igerabide prosigue con su incansable labor de diseccionar los tópicos que se nos quieren implantar como irrefutables, descubriendo la mayoría de las veces que ocultan cualquiera de las pasiones humanas: cobardía, rencor, hipocresía… Ello no obsta para que pueda y sepa detectar aquellos instantes en los que, rauda y efímera, cruzan la verdad y la belleza ante nuestros ojos. Sus aforismos, así, se convierten en colirio para la percepción, dejándonos tras su lectura con el agridulce sabor de boca de haber descendido a los infiernos para emerger un poco más sabios, es decir: no tan ilusos pero tampoco derrotados.
La capacidad de contagio del bostezo es tan poderosa que va más allá del reflejo imitativo y se va convirtiendo en rebelión larvada.
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Bostezar, como rebelión de fondo. Y de forma.
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Antiparménides: Lo que es es, y lo que no es también es. No haberlo nombrado.
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Tras el bostezo, llega la rebelión. Tras la rebelión, vuelve el bostezo.
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Bostezar con pañuelo, no por educación, sino por tamizar.
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Es también la mano de Dios omnipresente la que niega el pan y la sal. Los griegos ya lo sabían. Este argumento inveterado no ha sido rebatido como Dios manda.
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Se habla de Dios sin reparar en detalles.
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El aforismo parece antisistema. Pero, en realidad, obedece a sistemas muy cucos.
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Los autorretratos eternizan la monstruosidad.
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Ya que parece ser que Dios no existe, la iluminación provendrá del cielo. De un ocaso.
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Ética es conveniencia conveniente.
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No hay inteligencia que conozca sus límites. Contemplar un río.
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El aforismo es una manera discreta de profesar ignorancia.
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Las grietas del omnipotente método científico son a su vez omnipotentes.
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Somos eternos aprendices en asuntos de amor, que huye acercándose, a horcajadas sobre una hoja seca.
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Sobre el absurdo solo caben reflexiones absurdas.
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El arte es un fugaz huido de la prisión, como el pez que asoma de un salto a la superficie.
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Hasta el más asertivo afirma con temor a equivocarse.
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Poesía es ciencia huérfana.
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Bien, por Juan. Lúcido, como siempre.