«Las golondrinas de Kabul», apasionante novela de Yasmina Khadra

Por Horacio Otheguy Riveira

Publicada en 2009, «Las golondrinas de Kabul» adquiere en estos momentos mayor fuerza narrativa con la vida cotidiana de una pareja en la capital de Afganistán. La obra maestra del escritor franco-argelino aporta hoy —con la caída estrepitosa de la ocupación occidental (tras 20 años de una democracia bañada en desmanes y corrupción) con el consiguiente retorno del fanatismo musulmán— una mirada tan amarga como reconfortante, pues en medio de una realidad agobiante, también luce la lucha denodada de quienes se niegan a darse por vencidos.

Yasmina Khadra (seudónimo de Mohammed Moulessehoul) escribe de un país a otro, con residencia en Francia, pero recorriendo mundo con un éxito creciente. Su talento empezó a expandirse desde París, donde se refugió como militar argelino en los convulsos tiempos de enfrentamiento entre el terrorismo de estado laico y el movimiento musulmán fundamentalista, lucha de la que dejó constancia en Morituri, Los corderos del señor y Lo que sueñan los lobos, obras que aportaron una mirada profunda sobre la dolorosa crisis argelina, con el ritmo encendido del género policiaco.

Es esta una gran novela que tuvo una valiosa versión cinematográfica de animación para adultos, de producción francesa, dirigida en 2019 por Zabou Breitman y Eléa Gobbé-Mévellec.

«El poder transformador de la animación puede convertir algo (casi) irrepresentable en una forma de trágica poesía de la barbarie contemporánea. Por ejemplo, la lapidación de una mujer en el Afganistán de los talibanes. Es el poder del cine, en sus diversas formas: el de la comedia que hunde sus cuchillos en el absurdo del espectáculo del linchamiento de hace dos milenios en La vida de Brian; el de la animación adulta de la producción francesa Las golondrinas de Kabul, activismo social con hechuras de sobria acuarela y fondo dramático del anteayer». (Javier Ocaña. El País).

Un comienzo muy prometedor

«Allá por el quinto infierno, un tornado abre los volantes de su vestido en la estrambótica danza de una bruja en trance; tanta histeria ni siquiera consigue sacudirle el polvo a las dos palmeras calcificadas que se alzan hacia el cielo como los brazos de un martirizado. Un bochorno canicular se ha tragado las hipotéticas bocanadas de aire que la noche había descuidado llevarse consigo en el desorden de su retirada. Desde las últimas horas de la mañana ni un ave rapaz había tenido suficiente interés para volar por encima de sus presas. Los pastores que solían conducir sus raquíticos rebaños hasta el pie de las colinas han desaparecido. Ni un alma en varias leguas a la redonda, con la excepción de los pocos centinelas agazapados en sus rudimentarios puestos de observación. Hasta donde alcanza la vista van juntos el desamparo y un silencio mortal.

Las tierras afganas no son sino campos de batalla, arenales y cementerios. Las oraciones se desmigajan entre la furia de la metralla; los lobos aúllan a la muerte todas las noches; y el viento, cuando se alza, traspasa la salmodia de los mendigos al graznido de los cuervos.

Todo tiene un aspecto abrasado, fosilizado; es como si un indecible sortilegio lo hubiera fulminado. La cuchilla de la erosión araña, desincrusta, purga, pavimenta el suelo necrótico, levantando con total impunidad las estelas de su tranquila fuerza. Luego, sin previo aviso, al pie de las montañas que el aliento de la incandescencia depila rabiosamente, aparece Kabul… o lo que de ella queda: una ciudad en estado de descomposición avanzada.

Ya nada volverá a ser como antes parecen decir las carreteras llenas de baches, las colinas tiñosas, el horizonte al rojo blanco, y el entrechocar de las culatas. Los escombros de las fortificaciones han alcanzado a las almas. (…) Los hombres se han vuelto locos; se han puesto de espaldas a la luz para darle la cara a la oscuridad. Han depuesto a los santos patronos. Los profetas han muerto y sus fantasmas están crucificados en la frente de los niños…

Y, no obstante, es también aquí, entre el mutismo de los pedregales y el silencio de las tumbas, entre la sequedad del suelo y la aridez de los corazones, donde ha nacido nuestra historia, de la misma forma que florece el nenúfar en las aguas putrefactas de los pantanos.»

Óleo de Rubén de Luis.
Secuencia de la película.

Atic Shaukat golpea cuanto le rodea con la fusta para abrirse paso entre la andrajosa muchedumbre que revolotea como un torbellino de hojas secas en bandada en torno a los puestos del mercado. Va con retraso, pero no consigue andar más deprisa. Es como estar metido en una colmena; a nadie parecen afectarle los golpes rotundos que pega…

Secuencia de la película que ilustra la fortaleza de una relación sobre la que gira la trama.

«Ya no nos queda nada que esperar de Occidente. Nuestros intelectuales acabarán percatándose de ello. Occidente sólo se ama a sí mismo. Sólo piensa en sí mismo. Cuando nos echa un cable, es para que le sirvamos de anzuelo. Nos manipula, nos enfrenta entre nosotros y, cuando ha acabado de tomarnos el pelo, nos guarda en sus cajones secretos y nos olvida».

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