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‘La casa herida’, de Horst Krüger

RICARDO MARTÍNEZ.

“La verdad –leemos en una breve sentencia firmada por Brecht a modo de presentación- no puede escribirse sino en lucha contra la mentira ni puede ser genérica, elevada ni ambigua” Y de ello pudiera derivarse una interpretación del libro: aquí solo se dice la verdad.

Ha de entenderse, no obstante, según mi criterio, como un testimonio personal –en lo que ello tenga de verídico, a sabiendas de que la memoria siempre actúa de un modo veladamente intencionado- acerca de los años (y las circunstancias) que definieron, en todos los sentidos, el vivir cotidiano: social, económica, religiosa y políticamente- los años en que se desarrolló la cruenta segunda Guerra Mundial, con especial relación inicial al lugar de Eichkamp, un suburbio de Berlín a donde llegaba el metro, y que fue el lugar donde vivió sus primeros años el narrador.

Destaca desde un primer momento, a mi entender de lector, que todo el discurso-narración del autor procede desde dentro, esto es, hay una implicación directa del novelista como integrante directo dentro de los personajes. Pero he aquí que sorprende, muy positivamente, el tono en la implicación: en todo momento la narrado –la tragedia- transcurre bajo el efecto de una descripción objetiva, realista, de un precioso relatorio vitalista, sin juicio o venganza; esto es, el discurso es respetuoso y veraz (contrastado), elevado y culto en el lenguaje y de un transcurrir de río encauzado que sitúa al lector en un lugar privilegiado no para que condene o exima, sino para que entienda, interprete, asuma el papel de oyente distinguido porque el devenir que atarea a la familia Krüger tiene sus connotaciones, pero está transido de humanidad de principio a fin.

El lector puede conocer, aproximarse a un sentido vital de los protagonistas, pero siempre en un plano de dignidad no solo literaria –tal como se transmite- sino como posible actor en unas circunstancias que se le trasladan vívidas y con una elegancia personal de un ritmo armonioso y creíble. Una lectura, creo, que genera lectores.

“Recorrí el mundo –razona el autor a la hora de entregar este magnífico relatorio al lector- cargando con el pasado por equipaje. No pretendo decidir aquí si esto ha de verse como una ampliación de mis horizontes (la primera publicación original del libro data de 1966) o –según se ha sugerido en ocasiones- como una modernización de mi perspectiva original. Yo nunca he considerado opuestas ambas ‘modalidades de viaje’; para mí, las dos han  sido etapas de desarrollo necesarias e inevitables de mi trayectoria. Para encontrarse, un autor debe salir al mundo, pero no puede hacerlo si no ha alcanzado antes un acuerdo consigo mismo”

Pues bien, el testimonio –una novela con interiores y exteriores personales sorprendentes, muy bien resuelta tanto en lenguaje como en composición- ahí queda como confesión propia, como documento histórico inapreciable (así ha sido valorada por la crítica), como refrendo moral ante la tragedia de la guerra; la guerra como tragedia.

“Es una impresión que no se olvida” escribió Martín Mosebach recordándole en el centenario de su nacimiento.

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