¿Qué fue de la niña afgana?

En junio de 1985, los bellos ojos verdes de Sharbat Gula cautivaron al mundo desde la portada de la revista National Geographic. Con tan solo doce años, su imagen se convirtió en un icono del retrato fotográfico y en el símbolo de los refugiados afganos que, ya aún por aquel entonces, buscaban refugio en Pakistán. Detrás de su mirada penetrante se escondía la historia de una niña de la guerra, huérfana de madre a los seis años durante la invasión soviética a Afganistán y con cientos de kilómetros recorridos a pie con padre, su abuela y sus cuatro hermanos hasta el país vecino.

En el momento en el que el fotógrafo estadounidense Steve McCurry tomó aquella fotografía en un campo de refugiados de Peshawar, Pakistan, ni siquiera llegó a saber su nombre y la que se conoció mundialmente como “la niña afgana” se mantuvo en el anonimato hasta que casi veinte años después el propio fotógrafo, hechizado por el breve instante en el que se cruzó y fotografió los ojos de aquella niña desconocida, fue capaz de encontrarla, reunirse con ella y conocer los detalles de su historia.

Entonces, Steve McCurry volvió a recrear el retrato para mostrar el paso del tiempo, lo mucho que cambia algunas pequeñas cosas y lo poco que importa para otras: Sharbat seguía siendo una refugiada afgana que vivía precariamente en Pakistán, no sabía que su imagen había dado la vuelta al mundo y le contó al fotógrafo que esperaba que sus hijas pudieran tener la educación que ella nunca tuvo. Como muchos otros refugiados que quedan atrapados en los limbos que existen en esas de tierras de nadie que pocos quieren pisar, Sharbat no pudo obtener la nacionalidad ni la residencia legal en Pakistán pese a los años pasados allí y en 2016 fue detenida por la policía por utilizar un documento de identidad pakistaní falso y por vivir ilegalmente en el país. Tras varias semanas de prisión, fue deportada a Afganistán. También una más entre los muchos de afganos que fueron repatriados en contra de su voluntad en esos años en los que Pakistán y muchos otros países de la Unión Europea llevaron a cabo devoluciones y retornos masivos alegando que Afganistán era ya “un país seguro”. Todas las advertencias de las organizaciones y sociedad civil en contra de aquella decisión tomada por la comunidad internacional cayeron en saco roto y el país se llenó de familias de retornados que llevaban décadas fuera y apenas tenían arraigo en suelo afgano.

Sin embargo, el perfil público alcanzado por los reportajes del National Geographic hizo que su caso saltara a los medios nacionales de Afganistán y el propio presidente Ghani (el mismo que abandonó el país el pasado sábado mientras pedía a sus ciudadanos que guardaran la calma) le dio la bienvenida con una ceremonia oficial frente a la prensa en la que le entregó las llaves de una casa amueblada y prometió educación para sus hijas. Una excepción a la regla pues la mayoría de retornadas afganas no encontraron ningún apoyo del gobierno, ni servicios de vivienda, educación o salud.  “Mi mensaje a todas mis hermanas es que no casen a sus hijas cuando son pequeñas y que les dejen completar la educación igual que a sus hijos”, dijo entonces Sharbat a la BBC. De eso hace ahora 5 años, y ya entonces Sharbat y su familia también mostraron su preocupación por los riesgos de la exposición pública y la repercusión de la portada de la revista pues para los sectores ultraconservadores de la sociedad afgana, las mujeres no deben aparecer en los medios.

Lo ocurrido en Afganistán en la última semana ha generado un justificado furor mediático y, pese a que las mujeres son el también justificado centro de preocupación no son ellas, ni mucho menos, las únicas que están en extremo peligro: artistas, activistas, líderes comunitarios y defensores de derechos humanos, periodistas, profesores… cualquiera que muestre un pensamiento, una palabra o una acción que no se ajuste al estricto y barbárico esquema de un régimen salvaje y opresor impuesto verticalmente con brutalidad y que obliga a cualquiera que quiera hacer uso de su libertad a tener que elegir entre la muerte o la mala vida. No hay opción buena posible.

El mundo ha girado esta semana sus ojos a Afganistán, pero, como nos ocurre casi siempre, llegamos tarde. La comunidad internacional no podrá ahora más que esforzarse en evacuar al mayor número de personas posible, pero nada podrá hacer por cambiar el contexto que ella misma ha contribuido a crear y que nos ha traído hasta aquí. Es demasiado tarde.

Los movimientos de protesta e indignación mundial, las declaraciones y los hashtags de solidaridad con las mujeres afganas también llegan tarde. Campañas simbólicas bien intencionadas y necesarias para suscribir la rotunda condena moral que merece lo que está pasando y lo que está por pasar, pero que son inocuas para la realidad del terreno. Que, como los fuegos artificiales, brillan un momento llenándolo todo de luz, haciendo girar cabezas y llamando la atención pero que se apagan rápidamente dejando el cielo igual de oscuro que estaba.

Es triste decirlo y duele reconocerlo, pero sea lo que sea eso que llamamos “la opinión pública” siempre llega tarde a estos asuntos. Las noticias sobre Afganistán llevan siendo alarmantes y cada vez más preocupantes desde hace meses y la sociedad civil afgana, y las mujeres, se han quedado afónicas de tanto intentar llamar la atención. Nada de lo que está ocurriendo es una sorpresa sino una tragedia que era previsible, prevenible y evitable.  Ahora, es demasiado tarde.

Quizá si fuéramos una sociedad con una capacidad de atención más amplia y diversa, con interés para conectar e intentar entender los problemas antes de que exploten y con motivaciones para involucrarnos y darles seguimiento; una sociedad que no estuviera obsesionada con su propio entretenimiento, que no se satisficiera con la sucesión vertiginosa de titulares y que no confundiera privilegios con derechos, entonces nuestra  atención actual a Afganistán y nuestra indignación podría ser el principio de algo positivo en lugar del destello de un escándalo destinado a evaporarse y desaparecer con el escándalo de mañana.

¿Qué será ahora de Sharbat Gula? No lo sabremos. Ella, como muchas mujeres del medio rural, conservadoras y sin educación, ya vestía el burka y lo seguirá llevando pues sin duda volverá a ser obligatorio en los próximos meses. Lo que sí es seguro es que, en contra de su deseo, sus hijas han perdido su oportunidad de tener una educación.

Fernando Travesí

Fernando Travesí

Escritor y dramaturgo galardonado con el Premio Nacional de Teatro Calderón de la Barca por su obra “Ilusiones Rotas”. Entre su producción teatral se incluyen “Palabras de amor, sangre en la alfombra”, “Tú, come bollos”, “Acuérdate de mí”, “El Diván”, "El espacio entre medias" y "La sensación de no saber estar", representadas en diversos escenarios españoles (incluyendo el de la Muestra de Teatro Español de Autores Contemporáneos) latinoamericanos y estadounidenses. En el ámbito narrativo, es autor de la novela “La vida imperfecta”, (Editorial Editorial Siltolá, España. Editorial Planeta, Colombia) premiada con el Premio de Novela Corta del Fondo de Cultura Económica (Colombia). Es también autor del libro "Peter, Niño Soldado" (Ed. Martínez Roca, Grupo Planeta 2004) y su más reciente publicación e el libro de relatos “El otro lado de las cosas (que ocurren bajo el cielo de París)” (Editorial Siltolá, España)

One thought on “¿Qué fue de la niña afgana?

  • el 22 agosto, 2021 a las 10:19 pm
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    GRANDE, como siempre. Un abrazo Fernando.

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