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«Las hogueras azules», Juan F. Rivero

Por Jesús Cárdenas.

La urgencia de la vida, el anodino apego a lo urbano y el consiguiente alejamiento de la naturaleza provocan que los poetas, a menudo, acudan a la tradición oriental, buscando el trago corto de la existencia, la conexión con lo natural y, en definitiva, la reafirmación del ser y su relación con el resto. La segunda entrega lírica del joven sevillano residente en Madrid, Juan F. Rivero, Las hogueras azules (Candaya), que ronda la tercera edición, acopia, como bien expresa Ana Gorría en el prólogo “la instantánea de la belleza efímera”, las “que arden son las del horizonte y la imaginación antes de ser ceniza”.

Las hogueras azules se distribuyen en cuatro partes bastante heterogéneas. Las partes impares (en prosa, no necesariamente poética), tal vez puedan distraer al lector de las otras dos, que conforman una colección de interesantes poemas de tradición oriental (tankas y haikus o senryus), donde se distingue una voz poética singular que renueva y aporta, desde la honestidad, unas esquirlas auténticas que emocionan.

En la “nota final” el propio autor nos pone sobre la pista, rasgo característico de una voz honesta. Las hogueras azules es un ejercicio libre, introspectivo de los motivos y las formas métricas orientales. Por ejemplo, la primera sección, titulada “Prosopoema de una gota de lluvia”, basado en el modelo de Lu Ji. Constituyen, en realidad, dos textos metaliterarios que hermanan las dos tradiciones: en el primero el poeta define el poema a la manera japonesa, para lo cual compara con “la nieve” y con “una gota de lluvia” congelada “en la mitad de su caída”; en el segundo recupera el afán sintético de su admirado Taneda Santōka para hablarnos del nacimiento oral-musical de la lírica occidental. Su función parece más explicativa que sugerente. Y añadiría que innecesaria.

En la segunda sección, “Poemas del paso del tiempo” encontramos la delicadeza y el minimalismo que evoca y sugiere la poesía al cabo. Como un collar de piedras preciosas, la sucesión de poemas tan solo nombrados y diferenciados por dos bloques estacionales, el frío y el cálido, exaltan el instante y el sentido de lo natural como núcleo del entendimiento del ser. Este enfoque no actúa como la cámara del móvil que captura el exterior, sino más bien como una espiritualidad interior (Vicente Haya) que explora en la profundidad de lo natural. Los versos contienen la exactitud vertical de lo frágil. Como el haijin, Rivero fija su mirada contemplativa en lo que está a punto de suceder(se): “Asciendo hasta las casas / donde acaba la aldea / y me siento a observar / la niebla de la tarde. // Una higuera tardía / deja llover sus frutos tras de mí”. Son numerosas las citas de esta sección que podríamos ejemplificar, pues se cuentan por decenas. Será mejor que el lector realice su propia selección.

En la tercera sección, “Haibun”, los dos textos en prosa hablan de lo sustancial, de la reflexión que obtiene gracias al detenimiento, a la observación minuciosa y también a la espera de que ocurra naturalmente. Como la primera sección, interesa los fragmentos que permiten conocer la poética de Rivero basada en la luminosidad, similar a las propuestas de Juan Ramón Jiménez o Andrés Sánchez Robayna, Eugenio de Andrade o Sophia de Mello: “Por eso quise siempre hablar de lo difícil de lo oscuro, / lo bello, de las luces que escapan y los gestos que hieren”.

Por último, “Poemas para ser pintados”, los poemas se titulan pero los titulares podrían desaparecer perfectamente que no deterioraría ni un ápice el cuerpo. Siguen conteniendo la mirada natural, pero se distingue de la segunda en que el sujeto, ya solo ya acompañado, evoca recuerdos, se permite aconsejarnos (“No hay nada más hermoso / que ser frágil / en un mundo infinito”). El poeta ensaya distintas formas, versos más largos como los de “Poemas para un biombo sobre la tristeza”, tantea la crítica de nuestra era hasta lograr versos musicales como los de la sección “C”: “Somos memoria oscura, / un bosque blando / a la orilla de un mundo que se desconoce. / El mundo como un líquido”. Como el propio poeta en la “Nota final” expresa tan humildemente –otra vez la honestidad– el significado del libro “es el fruto de años de lectura y juego”. En estos poemas de la cuarta parte se produce el apartamiento del poeta sevillano de la corriente oriental y toma su propio camino, tal y como lo hiciesen otros antes (Octavio Paz, Mario Benedetti), si bien la tradición china (Lu Ji, Wang Bei, Li Bai…), resuena entre sus versos. La plasticidad de las imágenes visuales dejan traspasar, además del cromatismo y la luminosidad, la sensualidad en su estado más puro: “En la piel descubierta, / rosa pálido, azul”; “el olor de otro cuerpo / puede ser un paisaje”; “Hay un cuerpo acostado junto a mí. / Suave, me habla”. Hemos atravesado la objetividad y nos hemos colocado en el centro de un volcán. Muestras de notable singularidad. Ahí Rivero se nos muestra luminoso: “El corazón cabalga. / Nada más se ha movido. / Agudo y áspero / se desvanece / el instante de caos”. Pese al canto en que celebra el amor, se sabe bien de la fragilidad así como de la pérdida del ideal: “sentimos miedos nuevos / cada vez que diluvia / y asignamos un nombre / a las cosas que amamos”.

Sorprende Las hogueras azules por su capacidad de experimentación, detallismo e indagación de las relaciones del ser con la naturaleza a partir del enfoque contemplativo.

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