“Digno del barro”, de Jesús Cotta

Por Elena Marqués.

Un vuelo a la luz y a la trascendencia.

Hace doce años, por una cuestión que no viene al caso, llegó a mis manos el primer libro de poemas de Jesús Cotta, A merced de los pájaros (La isla de Siltolá, 2009). Descubrí en sus páginas a un escritor sensible a la belleza, enamorado de árboles y alas, buen versificador, de oído atento y mirada humanista. Abundaban en él excelentes sonetos, versos claros y profundos de corte y sabor clásicos. Por ellos discurrían aguas de mares y ríos manriqueños bajo «un cielo que no cabe / en ojos y horizontes»; por ellos caminaba un hombre sensible que conocía y reconocía su pequeñez en la inmensidad de la noche.

En esa misma línea lo escucho hoy en el poemario editado por Renacimiento Digno del barro: una voz teñida de sinceridad en la que, junto a pinceladas autobiográficas (el inaugural «Confesiones» nos presenta al autor desde su nacimiento hasta el otoño de su vida; y al final del libro reúne algunos poemas dedicados a miembros de su familia), recuerdos rescatados por la bendita imaginación (léase «Mi primera vez») y gráficas escenas bañadas por la luz o por las lágrimas («En la playa», «El cielo a tu favor»), resuenan sus preocupaciones esenciales, que son las de todos, lo que convierte este pequeño libro en un valioso tratado para la humanidad.

En efecto, en los poemas de Digno del barro reflexiona Cotta sobre el paso del tiempo, la fugacidad de la vida, el miedo a la muerte, los misterios insondables, la existencia de Dios, el amor sin límites (qué hermosura de «Mar y cielo»; qué gráfico y arrebatador el poema «¡Ah de la metafísica!»), el sentido de esto («¿Por qué corro y hacia dónde?»), la búsqueda de lo Absoluto, el reencuentro en la Unidad («Yo soy el barro deseando un alma, / soy la tierra buscándose el origen»).

Y lo hace con el ritmo asonantado y bien medido de quien sabe que poesía y música tienden a una misma harmonía, y con el imaginario propio de un romántico con los pies en la tierra (la noche, poblada de estrellas; la luna y su presencia onírica; el mar y sus olas; el agua siempre, limpia y fresca bendición; el vuelo libre de los pájaros; la altura trascendente de los árboles). Se detecta en sus versos cierta nostalgia por los tiempos idos, por la inocencia de la niñez perdida (pues «resulta que lo que quería era / volver a pasear desnudo / con Dios en el Edén»), contenida por la serenidad de quien se complace en la claridad y en la naturaleza y en las aguas, ya personificada en «adolescente novia de transparentes piernas», ya cuestionada en un diálogo continuo de interrogaciones retóricas, un apóstrofe que se prolonga a lo largo de «En una misa de difuntos», poema del que no me resisto a reproducir los últimos versos:

¿Cómo voy a morirme si estoy vivo
desde que me conozco? Y, sobre todo,
¿dónde estaré si no es aquí, Dios mío?

Sin embargo, desde el título, que refleja una solemne humildad que otros poetas deberían cultivar, reconocemos una sana conformidad y una fiera alegría que el mismo autor explica en su reflexión «Por qué escribo»; una complacida ternura y un enorme agradecimiento por el don de la existencia y por su vida concreta y real (no hay en sus versos resentimientos ni pesares, sino disfrute del amor y la familia, amor en mayúscula); una aceptación de su condición humana. Pero, por encima de todo, una creencia firme en algo más Alto que nos explica y nos da sentido (léanse «Argumentum cardiologicum» y «Llámalo como quieras», entre otros).

Con esos mimbres de religiosidad, júbilo, pero también respetuoso abandono al misterio y a lo inefable, «ese deseo de todo, que no me cabe en el pecho / y bulle siempre en lo hondo»; de amor por los suyos y admiración por la naturaleza, por la grandeza de la creación y la dimensión transcendente del ser humano («Todo ocurre y no lo sabe, / menos tú, único, extraño, / conciencia de lo que existe, eco del Verso más alto»), imposible de explicar si no es a través de la divinidad, construye Jesús Cotta este conjunto de poemas breves y directos (no en vano el autor es un gran aforista, capaz de condensar poéticamente ideas filosóficas que lo asaltan y conmueven) donde todo nos resulta grato: la bien medida y atinada adjetivación, los armoniosos paralelismos, las referencias literarias, moderadas para no resultar afectado, las metáforas sencillas y brillantes. Y, por encima de todo, y así quiero resaltarlo en unos momentos en que lo oscuro parece tomar formas más que siniestras, las referencias a la luz y a la transparencia bajo las que late una mirada limpia, espiritual, pero, precisamente por eso, digna del barro que somos y desde el que soñamos la inmortalidad.

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