El Tour como ficción 2021 (y IV). A Ítaca con un angango (brevísima relación de la destrucción de los Tures)

Por fin estamos en París, ciudad en la que concluye un año más el Tour de Francia, y donde el inframundo y los Campos Elíseos convergen para que todo vuelva a la grisácea realidad no literaria: mientras me llegan ecos de la «matria» de Yolanda Díaz, de la que algo ya habló el siempre camaleónico don Miguel de Unamuno, en poco podré reunirme con mi colega Luis, superviviente del Hades y de las horas muertas, más desmadejado por aquellos ciclistas de conducta marronil que por las oposiciones, lo que no deja de ser todo un hecho homérico y un suceso un tanto paradójico.

Su travesía se vio afectada de lleno por la bajada a los infiernos y el posterior viaje a Ítaca de Odiseo Pogacar. La mía, si bien no ha tenido que verse afectada por esos ciclistas que no se sabe muy bien qué es lo que hacen en esta carrera y que se dedican a penar hostigando al espectador con luchas fútiles como desesperarse por una plaza dentro del top-ten, tampoco ha sido un camino de rosas, por mucho que en el horizonte se vislumbrase a Penélope vestida de amarillo.

Para sorpresa de muchos de los lectores, estoy seguro, mi colega de crónicas insistió en la idea de que Pogacar es Aquiles y narró las vivencias en el Purgatorio de muchos de los integrantes del pelotón. Sin embargo, lo que vi esta última semana no termina de coincidir con su parecer, quizás subsumido en cómo escapar de ese mundo protegido por Cerbero. En su salida del inframundo, todo hay que decirlo, otros ciclistas intentaron acompañar a nuestro cronista, deseosos de compartir sus aventuras, pues no solo Odiseo Pogacar tiene la capacidad de vivir cosas asombrosas. Por ejemplo, y aunque esa historia tenga poco que ver con esta que les cuento, Enric Mas pidió entrar al Hades para rescatar a su amada, el podio del Tour o tal vez el quinto puesto en la clasificación general, no coinciden todas las fuentes a este respecto, pero al igual que Orfeo con Eurídice miró cuando no debía mirar, incauto Enriqueto, y los resultados no fueron los esperados, mecagüensós. Para más inri, en la decimoctava etapa, su cambio de ritmo diésel se vio fagocitado a unos pocos metros de la línea de meta por la voracidad casi insultante del odiseico esloveno, que de esta manera inscribió su nombre por tercera vez como vencedor de etapa antes de llegar a la capital de Francia.

Pero, como explicaba, lo que pasó en los últimos días no terminaba de casar con lo narrado por mi compañero. Otros corredores sí lograron formar parte de la tropa de Ulises y acompañarle en su viaje, lo cual refuerza mi tesis de que Pogacar era Odiseo y el añorado Roglic, el todavía más evocado Aquiles: nombres tales como los de Mohoric o Van Aert navegaron junto con Odiseo y le ayudaron a superar a las sirenas, las sirenas del ciclismo conservador. El placer de escuchar esta dulce melodía no afectó a nuestro Odiseo, pese a su rendimiento en la última contrarreloj, superado por los dos lugartenientes de su compatriota. El espíritu de estos Perimedes y Euríloco debió tener algún tipo de efecto en el maillot amarillo, pese a la visita que la Gendarmería hizo al Bahrein y al homenaje que Van Aert hizo al realismo mágico triunfando en una etapa de alta montaña, otra contrarreloj y el esprín final en París. El relato de las maravillas que poblaron este Tour se completa con otros tripulantes de la nave de Odiseo. A este barco se subieron otros nombres ilustres como los del Vinagre y Carapaz, aunque el ecuatoriano acabó feneciendo tras el arrebato de ira del dios del ciclismo, pues su intento de engaño a Pogacar acabó con este arribando en solitario a Calipso. El que se vio derrotado mucho antes fue Urán, ansioso por encontrar Mnemósine y englutido por la ballena de la clasificación por equipos justo cuando parecía que volvería a cerrar una grisácea plaza en el podio. Por cierto, tal clasificación la ganó el Bahrein, que tal vez sea condenado a una gran resaca tras el atracón de éxitos de este año.

Todos estos nombres no llegaron a los Campos Elíseos junto con Pogacar, patrón vestido de amarillo, joven lozano y rey de la montaña. Algunos de esos nombres que les he citado lograron evitar el olvido del inframundo, pero otra cosa es ser merecedor del paraíso. Van Aert está trabajando en ello, y seguramente pueda entrar en dicha liga. Ahora bien, la tradición helénica ha visto transmutada gracias a esa figura de la que algo se anticipó a lo largo de todo el Tour. Una figura, que, siendo sinceros, nos demuestra que toda esta epopeya sigue teniendo puntos oscuros, parajes de ficcionalización extremadamente maravillosos y espeluznantes. Antes de continuar les aviso: si quieren crónicas más serias y concienzudas, recuerden, la opción de informarse es amplia y llana como Castilla, pero si lo que anhelan es la esencia ya saben que el ciclismo, ente literario y por ende metamórfico, abraza el disfraz de lo ficcional con sumo deleite, por lo que su opción será seguir leyendo para entender cómo realidad e imaginación acaban aunándose en un ensueño terrorífico, una atrocidad que sacude al mundo del ciclismo en su vertiente más esperpéntica y burlona mediante la figura más sorprendente de todas: el angango del Tour, un esprínter capaz de llegar a los Campos Elíseos para codearse con el aventurero odiseico.

Pero ¿de dónde ha surgido este elemento que desvela, sin tapujos, que este año hemos escrito una brevísima relación de la destrucción de los Tures? El término viene de una tierra de gran inventiva léxica, Cádiz, capaz de generar sinónimos de «cani», «canorro» y, de paso, denotar con aún más gracia la falta de gusto al actuar, eso sí, siempre con una vertiente de picaresca. El angango, además, se caracteriza por sus estridencias a la hora de vestir, lo que también encaja con nuestro angango ciclista, el cual se ha paseado con un maillot verde que pocos hubiéramos pensado que cargaría sobre sus hombros.

El problema de este popular personaje no es su atributo de angango, bien ganada en su juventud cuando protagonizaba tácticas marrulleras en el esprín y con declaraciones descacharrantes sobre carreras y rivales. Él mismo reconoció su pasado revoltoso en recientes publicaciones. El problema ha sido su resurrección cual ave fénix, segunda venida del angango en su vejez, con 36 años y cuando llevaba tres años sin ganar ni una etapa en cualquier competición y más de cinco años sin alzar los brazos en el país de los francos. Seguramente se deba a que la fuente de la eterna juventud esté en algún punto de la geografía francesa, tal y como parece sugerir el feliz y popular redivivo. Para poner todo lo anterior en perspectiva, téngase en cuenta que este año el maestro de ceremonias Lefevere, director del Deceuninck, equipo que tiene enrolado al campeón del mundo, Alaphillipe, al campeón del Tour de Flandes, Asgreen, y a la promesa belga Evenepoel, contrató, merced a una insólita financiación externa, al ahora victorioso angango cuando este mismo había reconocido que su periplo ciclista ya no daba para más, en las postrimerías del mercado de fichajes. No parece que nadie esperase lo que ha ocurrido durante este mes de julio, a pesar de que, seamos justos, las condiciones han sido las más propicias: muchos de sus rivales han desistido de prestar batalla bien por baja forma o por caídas, lo que ha dado lugar al plantel más estufero de velocistas puros de la última década.

Si a nadie sorprende esta reaparición tal vez sea porque el Tour, el ciclismo, ya no tenga vuelta de hoja, que su ficcionalización, entre broma y broma, risa y risa, afición y devoción, sea un proceso inexorable al que tan solo podemos asistir, suceso semejante a ese fatum que ya determinaba que Odiseo debía llegar a Ítaca para reencontrarse con Penélope, a la Providencia que marcó que nada volvería a ser igual tras el descubrimiento de Colón. Sin embargo, ¿en este caso ciclista cabe una interpretación positiva? Difícil de creer cuando el angango del Tour ha igualado, de la forma en que lo ha hecho, la plusmarca de etapas ganadas por Eddy Merckx. Habrá que agradecer a Van Aert sus hazañas de forzudo herculino que han evitado la culminación de la gran broma.

Quizás estas andanzas del esclerótico esprínter sean una señal del azar o, por qué no, de una fuerza inexorable que nos avisa de que nada está escrito, a pesar de que la historia se repita, según cuentan algunos. El angango triunfa y se viste de verde diez años después, relato inverosímil, impensable hasta hace un suspiro. Quién sabe. Pensamos que tras llegar a Ítaca, Odiseo Pogacar seguirá haciendo gestas de las suyas, pero no se puede dar nada por seguro. Es una época de cambios inexplicables y, precisamente, por ello, la historia nos grita, ¡recordadme, recordadme! Que Laurent Fignon, con veinticuatro años, iba a ganar más de cinco veces en el Tour tras vapulear a Hinault en 1984, pero, distópica coincidencia, jamás volvió a otear de amarillo los Campos Elíseos. Que, en estos tiempos áridos que afectan a todas las esferas de nuestra vida, la ficción se impone a la realidad, con excesivo tesón, con fuerza de tsunami, y así, mientras por fin me reúno con mi compañero de página en París, pienso en todos aquellos que con color de que sirven a la ficción en los Tures, deshonran a Dios y roban y destruyen la ficción mesma.

Anteriormente en Culturamas:

El Tour como ficción 2021 (I). Aquiles y Ulises parten como favoritos

El Tour como ficción 2021 (II). Y Odiseo Pogacar abandonó a Roglic en el Hades

El Tour como ficción 2021 (III). Abandonad toda esperanza.

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