La cifra de la edad
Hace algún tiempo alguien me explicaba que en nosotros conviven cinco edades y que no tienen, necesariamente, que coincidir. Lo hacía con la facilidad de quien se dedica a la docencia, la claridad y la precisión en el lenguaje que tienen muchas mentes científicas y con la contundencia de quien sabe que le respaldan sus estudios e investigaciones. Ocasión ideal, pues, para callarse y aprender.
Aprendí entonces que junto a la edad cronológica, esa que empieza a contarse desde la fecha precisa que permanece perenne e inmutable en nuestra partida de nacimiento y tatuada con tinta indeleble en nuestros documentos, la cual crece incesante con el paso de los años provocándonos todo tipo de sensaciones, coexisten en justa lid otros tipos de edades:
La edad mental, que refleja el grado de desarrollo intelectual alcanzado por una persona. La edad psicológica, referida a la capacidad de adaptación de la persona a su entorno. La edad biológica, que muestra el estado en el que se encuentra el organismo, es decir, el mayor o menor desgaste sufrido con el paso de los años y que está directamente relacionado con los hábitos y el estilo de vida. Y la edad social que se definiría de acuerdo con el grupo con el que esa persona se siente identificada.
Quizá por eso hay personas que aunque hayan superado los ochenta desbordan energía, salud y vitalidad y se resisten a identificarse con los estereotipos con los que la sociedad etiqueta como “ancianos” a partir de los sesenta y cinco o setenta años de edad (cronológica).
Quizá eso explique también que haya adolescentes (cronológicos) que sufren al no encajar bien en su entorno de amigos y amigas de colegio o el instituto y busquen la compañía y la conversación de personas de mayor edad (cronológica) con quienes encuentran una mayor conexión o identidad social o mental.
Quizá eso explique la relación y la intimidad de esas parejas que se forman y persisten con el paso del tiempo, sosteniéndose firmemente sobre los muchos años (cronológicos) que los separan y de quienes solemos decir alegre e imprudentemente al verlos pasar que no tienen nada en común solo por el mero hecho de que nacieron en décadas distintas.
Quizá las cosas se nos tuercen irremediablemente en el momento en el que vemos unidimensionalmente y dejamos de considerar los mil y un prismas que coexisten en cada persona. Cuando, acosados por las prisas, la publicidad y muchos de los paradigmas dominantes de nuestra sociedad los cuales ya ni nos esforzamos en cuestionar, se nos olvida mirar y valorar más allá de la imagen, el aspecto físico o la cifra resultante de la resta entre el año que vivimos y en el que nacimos. Cuando sostenemos una sociedad en la que se otorga mayor papel y reconocimiento a la juventud cronológica que a las demás edades de la persona como si la primera tuviera más mérito que ninguna otra. Como si la juventud cronológica fuera representación y sinónimo automático de la salud, la felicidad y la belleza. Como si en ella residieran todos los valores absolutos de la existencia y por eso se la permitiera reinar despóticamente, deslumbrando y opacando a las otras edades que, de manera más discreta, van atesorando lo que uno aprende a saber, a sentir y a vivir. Todo eso que vamos construyendo cada día y que, sin duda, servirá para sostenernos más firmemente en la vida con el paso del tiempo y de las cosas.
Y aprendí también en esa conversación que la próxima vez que alguien me pregunte la edad no tendré más remedio que contestarle: Pues, depende… ¿a qué edad te refieres?
P.S_ Columna dedicada a todos aquellos cuyas edades conjugan cifras muy dispares.. O sea, a muchos de nosotr@s.