‘Los últimos balleneros’, de Doug Bock Clark

Los últimos balleneros

Doug Bock Clark

Libros del Asteroide
Por Mario Amadas

Es oír la palabra cachalote, e inmediatamente pensar en Moby Dick. Tanta influencia y tanto poder de sugestión tiene la novela de Melville. Así que, entre otras muchas cosas, se ha tenido que apartar de eso el periodista y escritor Doug Bock Clark en Los últimos balleneros, su primer libro, una larga investigación sobre la tribu de los lamaleranos en Lembata, Indonesia. Los lamaleranos son esos últimos balleneros del título, sociedad de cazadores-recolectores que vive de la pesca del cachalote, la pesca natural, por así decir, respetuosa y ritual, que nada tiene que ver con las flotas industriales de arponeros rusos y japoneses. La mantarraya, el cachalote, el delfín: cuesta pensarlo pero los cazan sólo para alimentarse. Y el cachalote, conservado en cecina, aguanta meses y alimenta a toda la isla. Clark ha resignificado un animal ya mitologizado por Melville, contextualizándolo en el pasado y las costumbres de un pueblo sofisticado, y lo ha hecho, como Ian Urbina en Océanos sin ley, con ritmo de thriller para hacernos ver lo que antes no veíamos, lo que antes no sabíamos.

Se abre el libro con una presentación de la tribu, y con la detallada descripción de vértigo de una cacería. Es como estar ahí, con Queequeg, aprendiendo un oficio decaído, pervertido por los avances técnicos, cuando aún era un modus vivendi en armonía con la naturaleza y las necesidades de todos. Y es como estar ahí, en las téna, las recias embarcaciones de madera que usan los lamaleranos para cazar, aprendiendo los llamados del pueblo cuando avistan el chorro de las ballenas, presenciando unas costumbres centenarias. Pero hay más.

Clark narra cómo la globalización, y con ella Occidente y su velocidad, entran, como un veneno y una tentación, en sus costumbres. Clark recorre las pérdidas que la industrialización del mundo globalizado han provocado en los lamaleranos: la pérdida es cultural, lingüística, religiosa, social y, en resumen, humana, en favor de una única, dominante, aglutinación: la pasión por el gasto y el despilfarro capitalista, por “la monocultura de la globalización”. Esta crítica se desprende en medio de páginas sobre la caza del cachalote, el sincretismo religioso (y pacífico) descrito con maestría, vocaciones y dudas de un pueblo como las que tenemos todos.

El yo, por otra parte, está apartado por completo en Los últimos balleneros, hasta el punto que se puede decir que no hay presencia del autor en el texto. Apartado, se erige el libro en una extensión de escritura puramente documental: hasta tal punto llega su respeto por lo descrito, por lo documentado y aprendido, que el autor se disuelve. Porque, como digo, aparte de hacernos arponear cachalotes (con un fin exclusivamente alimenticio, de supervivencia y conocimiento), describe Clark, sobre todo, el momento de transición de un pueblo: parte de su juventud quiere una vida de posibilidades en Yakarta, de apertura al mundo contemporáneo en la ciudad, y otra quiere seguir siendo parte de esta tradición de pesca respetuosa, sostenible.

“Y cuando el colonialismo se desmoronó, la industrialización tomó las riendas”, escribe Clark. Y ahí está una de las claves del libro, en esta frase bipartita, en la que la segunda mitad sucede a la primera como una consecuencia natural. Bajo la historia de los últimos balleneros naturales de Lamalera, que tienen en la pesca del cachalote la joya de la corona de una larga tradición de cazadores-recolectores marinos, bajo la historia de esta autodenominada tribu que practica una economía de trueque (menos acaudalada pero más respetuosa y saludable que la fanatizada vesania por el lucro occidental), con los poblados agricultores vecinos, intercambiando los excedentes de la pesca por sus excedentes en las plantaciones alejadas del mar, debajo de todo este documento antropológico, insisto, hay un choque de placas tectónicas que le da un sesgo lúgubre a la lectura, de pérdida de un mundo y un lenguaje.

La industrialización es la evolución del colonialismo, el simple siguiente paso, como se ve en estas páginas; y se ve, como se suele decir, en vivo y en directo. Esto crea una contradicción  muy natural, muy lícita, entre necesidades o ilusiones enfrentadas: están el joven y la joven que se quieren codear con sus semejantes y manejar sus mismas referencias inclusivas, sentirse parte de un todo urbano que perciben como integrador; y están, también, los que quieren preservar un conocimiento antiquísimo, un ritmo de vida más lento pero más amable con el entorno. Todo es comprensible en este cruce de caminos, y le compete a cada uno decidir qué quiere, qué prefiere. Doug Bock Clark, apartado del texto, nos cede esa responsabilidad a nosotros. Lo que se gana por un lado se pierde por el otro, como se ve con la importación de los motores fueraborda como novedad tecnológica para sus téna, con lo que, sí, claro, van más rápido y pueden cazar más, pero también pierden el conocimiento del mar que te aporta un ritmo más pausado de la vida (además de importar la contaminación auditiva y física, de vertidos tóxicos, que implica toda lancha motora).

No sé si hay una respuesta clara: lo que sí está claro es que el aporte tecnológico no llega con una voluntad de coexistencia creativa –que podría–, sino de desplazamiento. Clark ha dispuesto tan bien su narración de los cazadores, de los últimos balleneros, que de una manera sutil, pero firme, se le ha añadido esta otra lectura, planteando una situación que no tiene claras respuestas para nadie.

Y a esa tabula rasa en la que planta el debate se le añade la edificante crítica a las buenas intenciones, supuestas buenas intenciones, de Occidente: “la creación de la mayoría de los más de seis mil parques naturales del planeta había comportado la limitación del modo de vida tradicional de las tribus indígenas (…), para que sus tierras pasaran a generar ingresos derivados del ecoturismo, que (…) terminaban (…) en los bolsillos de los funcionarios y empresarios locales”. Se demuestra que se vive bien, también, sin el afán acumulativo de las sociedades modernas, y que “el progreso también supone el abandono de algo”. Y que la implantación de esas modernidades no responde a un gesto de generosidad, sino de poder, de dominio, “de las sociedades avanzadas, (…) quienes ostentaban el poder” y buscaban “nuevos territorios (…) de los que adueñarse con el fin de enriquecerse”. La economía de truque que mencionaba antes demuestra que otras maneras de vivir son posibles, que otras maneras de organizarse, ácratas (y uno diría que filoanarquistas), son posibles y saludables.

Los últimos balleneros no es sólo un ensayo sobre el estado actual de la pesca de la ballena ni de la situación de aislamiento de las tribus de cazadores-recolectores (ni tiene nada que ver con Melville). Esa es la base sobre la que se yergue la mirada crítica, social, pero camuflada, del autor. En este panorama de velocidades contrapuestas se decanta Clark por un muy argumentado término medio (entre las páginas 372 y 375), por una reciprocidad ideal que no siempre funciona, que no siempre ocurre, pero que se presenta como la opción de concordia más razonable. Un razonado y ponderado equilibrio entre dos modus vivendi desigualmente enfrentados.

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