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Lo legítimo es soñar

Lo legítimo es soñar.

 

Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

 

Los únicos lugares que conozco en los que las luces del alba y el crepúsculo se estrellan contra la claridad haciéndose astillas, son las ventanas de las habitaciones donde trabajo. Detrás de ellas, la transparencia de la atmósfera de la ciudad está rayada por unos ruidos que se prodigan con toda su vileza de cemento y metal. Al condensarse los colores del éter, en los intervalos entre luces, los crujidos de la ciudad se saturan, agrupándose en el aire con la forma revuelta de las fibras de estraza. Cuando salgo a la calle me encuentro con una realidad muy industrial elaborada en asfalto y petróleo. Ignoro en qué rincón del cielo se encuentra el sol. En ocasiones, entre las altas aristas de los edificios discurren jirones jabonosos de pureza, tímidas muestras de nubes que deambulan con un silencio de espuma.

Lo legítimo, entonces, es soñar.

Y, a ser posible, soñar en grande. La norma para ser humanamente feliz no es que se cumplan los sueños, sino creer con fiereza en lo que se sueña. La ilusión que se promete imposible nos aleja del riesgo de un desengaño real. Un sueño termina por ser más valioso cuando se sabe que no se va a cumplir. No reclamo libertad para que nos dejen llevar a cabo nuestros sueños, sino libertad para tenerlos, para abrazarnos orgullosamente a ellos.

Por eso amo los paisajes imposibles y las grandes zonas desérticas de las llanuras en las que nunca voy a estar (Pessoa).

Soñamos con viajar, y de todos los viajes que existen sabemos que si hay uno que es ciertamente imposible, ése es el retorno al pasado. Si las entrañas de Joseph Conrad no se hubieran apergaminado tan jóvenes, nunca habría escrito ese trayecto por las vísceras de su pasado que es El corazón en las tinieblas. El sueño más grande y más creíble es el vuelo a los tiempos pretéritos. Por eso Conrad ha sido uno de los viajeros más grandes de la historia, porque exploró tanto el territorio exterior como el interior del hombre. Conoció las aguas y selvas del río Congo desde un barco, pero tuvo que inventar una geografía del horror para navegar de nuevo por su cauce. Conrad escribió sus novelas y relatos cuando su salud le redujo a sedentario. En los daguerrotipos que muestran su rostro muy maduro, es factible distinguir una nostalgia de océanos en la humedad vieja de sus ojos, esa melancolía privada que equipara a los sueños con la memoria. Es la mirada de quien está viajando por el interior del alma.

Sostengo, en consecuencia, que uno de los más grandes exploradores de la historia universal ha sido el pausado Marcel Proust. El enorme escritor francés creció con unos pulmones muy tiernos, dolorosos, sensibles a la más diminuta mota de polvo, y con unos sentidos calmos que suspiraban por un gramo de silencio. En mi imaginación siempre recreo su presencia como la de una figura débil y esponjosa entre sábanas de lino virgen, sumergida en esa habitación insonorizada por láminas de corcho, un espacio donde todo es inmóvil, donde, por encima del resto de las cosas, se niega el infame transcurrir del tiempo. Desde allí, Proust viajó tanto como es creíble viajar; se desplazó por regiones que nadie anteriormente se había atrevido a recorrer. Si Proust hubiera disfrutado de una salud de hierro, no habría dejado sin hollar una sola nación del triste planeta azul.

Tanto las obras de Conrad como las de Proust sobrecogen por su intenso y enfebrecido conocimiento del alma humana, por ser fuertes alegorías del terror o de la añoranza. Ambos saben que lo verdaderamente inconcebible de esta vida es que por muy consciente que se sea de la existencia de todas las regiones de la sensación y el sentimiento, jamás se llegará a dominar este saber. Para crear en una novela un incierto ambiente de misterio, de tristeza, de épica o de elegía, es necesaria la terca inmovilidad del autor. Nada hay tan físicamente incompatible como el escribir y el caminar. ¿Qué sueños febriles se esconden detrás de quienes dedicaron la mitad de su vida a una aventura con el temperamento del nómada, y la otra parte a la literatura inmóvil?

Un sueño paradójico como el de Bruce Chatwin, el afán de ser un viajero literario, sólo encuentra solución y equilibrio en un refugio como el que nos enseñó Proust: la memoria. Y las fibras de la memoria es el tipo de material con el que tejen tanto la imaginación como la fantasía. Con idéntico material se conjugan los sueños. Así, cuando la imaginación y la fantasía del escritor crean un pequeño cosmos por el que deambularán las trazas de los personajes, el escritor se habrá sumergido en un viaje del que es el único dueño; seguramente más dueño, incluso, que de la trashumancia biográfica sobre la que se generó tan personal universo. García Márquez, por ejemplo, ha podido conocer cientos de aldeas y ciudades de Colombia a lo largo de su vida, pero tuvo que inventar Macondo para escribir Cien años de soledad; otro tanto sucede con Juan Rulfo y el pueblo de Comala, donde se desarrollan las acciones de Pedro Páramo, o con Juan Benet y los montes de Región.

En ocasiones he viajado a Macondo, a Comala o a Región. Si tanto la imaginación y la fantasía como los sueños se tejen con las mismas fibras de la memoria, bien se puede decir que García Márquez, Rulfo y Benet soñaron estos parajes. Mientras soñamos, nuestras percepciones no son menos vigorosas y puras que al estar despiertos; se diría que los sentidos evitan dormir, y que hasta se agudizan durante el reposo del cuerpo. En este aspecto, en las certezas y las vehemencias de las sensaciones, los sueños son tan verdaderos como aquello que conocemos por realidad. Y así, vagar por los paisajes de los sueños es tan complaciente y dulce como la acción física de caminar.

A nadie recomiendo que se deje encerrar entre los tabiques de una ciudad, en esa realidad de asfalto y petróleo que niega la presencia del sol, o tras una ventana que astille la luz. En momentos así, más que nunca, es legítimo soñar.

Chatwin soñaba con hacerse compatible como viajero y como escritor, con saber ser nómada y sedentario a un tiempo. Chatwin se abrazó al sueño de convertirse en el imposible viajero literario. Ésta es una ilusión ciclópea que reivindica, a voz en cuello, la libertad para ser feliz creyendo en lo que se sueña.

Yo, por mi parte, sueño con pasear por la primavera de la meseta del Tíbet mientras leo, en calma, los siete volúmenes de esa descomunal obra de Proust que tiene uno de los títulos más sugestivos de la historia de la aventura y del arte: La búsqueda del tiempo perdido.

Fuente: Cartográphica

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