«Cámara de resonancia», de David Eloy Rodríguez
Por Elena Marqués.
La poesía como altavoz de la vida
Hay títulos que constituyen una declaración de intenciones. Así lo señala la poeta Miriam Reyes en la faja que abraza el último libro de David Eloy Rodríguez, Cámara de resonancia, esta vez en hermosa edición de La Garúa: «El poema, como caja de resonancia del mundo que lo atraviesa, amplifica el latido de la vida con la misma intensidad serena con la que el poeta proyecta su voz contra el miedo, la falsificación o la impostura».
En efecto, este libro recoge, y devuelve aumentada por la observación detenida y la palabra justa, mucha vida, pero también algo de literatura: ecos y resonancias de quienes, antes que él, reescribieron el mundo. Cada uno de sus poemas modula, a base de pequeñas y vibrantes estrofas independientes que semejan aforismos, pinceladas impresionistas y/o antonomásticas que apuntan, sin dejarse apenas hilvanar por los endebles hilos de la lógica, a una realidad más amplia (será porque «A veces en una pincelada cabe todo el cuadro»), una parte de nuestra existencia. Nuestra existencia como individuos («Cada cual busca la mejor forma / de estar perdido»), con incidencia en las ilusiones y los sueños que chocan con la realidad («Todas las alfombras voladoras / tienden a deshilacharse»), en lo débiles que somos, en lo ridículos que podemos resultar («somos tortugas al revés, estirándose, / intentando darse la vuelta»), pero, sobre todo, de nuestra vida común, participativa, social. Al fin y al cabo, «Somos tan sólo nieve en la bola de nieve», crecemos en un contexto, nos desenvolvemos en unas circunstancias («tiempo de derrota» lo llama en un momento dado) que no pueden sernos indiferentes, sino todo lo contrario. Un mundo de apariencias y falsedades que David Eloy Rodríguez apunta con sus flashes certeros e invita a combatir («Escabullámonos del fabricante de máscaras / y su vocación absolutista»).
Por sus versos desfilan, pues, preocupaciones actuales, pero también eternas, como la existencia de la verdad, «una cuestión de poder»; la muerte, «tema inmortal»; lo efímero de esto (léase, entre otros, «El tiempo no existe, pero los lunes sí»); el miedo como motor del mundo; el ruido que no nos deja escuchar ni escucharnos; la «vida en la frontera», en continuo peligro, aunque también lugar infinito de aventura, descubrimiento y belleza, campo dispuesto para el hallazgo más allá de los sentidos y la razón, esos engaños que tanto nos limitan («Pasan cosas muy importantes / y no las vemos»). Y, aunque no se olvida de poner ante nuestros ojos datos terribles sobre el mundo que habitamos («Lo señalan las estadísticas más fiables: / el miedo a la muerte / conduce a la esclavitud voluntaria»), así como sobre la maldad que nos habita (léase «Los juicios»), sin embargo, es capaz de reivindicar la verdad de lo pequeño y lo sencillo, «la llamarada de majestad de lo humilde, / como el colibrí, / que libra su batalla sin avergonzarse de su pequeñez», pues aún cree en que siguen existiendo lo sublime y la posibilidad (léase «Realidad no ordinaria»), que es factible el cambio, pues «Cada gesto transforma».
Porque, por encima de todo, a pesar de la relativa neutralidad y la mucha franqueza que subyacen en sus observaciones, no nos encontramos ante una queja lastimera, un libro triste, un regodeo en el vacío, un canto a la desesperanza. Y, cuando esta asoma, se reviste de un humor ligero y amable, o más bien de un aplomo sosegado por la madurez y el convencimiento de su actitud y su vocación activas, su diligente compromiso («Señalar la realidad no significa asumirla»), pues, si por algo destaca David Eloy Rodríguez, es por su confianza en la palabra sanadora y siempre en marcha.
Por otra parte, en cuanto al aspecto formal, si es que fondo y forma no son dos caras de una misma herramienta poética, se aprecian en este libro muy hermosas y renovadas imágenes (nunca había pensado en conceder estatura ni tamaño a la noche, ni imaginado «los protocolos del desierto», ni puesto «raíles para tu vértigo»), un muy logrado uso del paralelismo y la paradoja («Las hojas del árbol / consiguieron mover / el viento»), fórmulas realmente expresivas para mostrar la oposición de contrarios. En cuanto a los recursos de dicción y juegos de palabras, me declaro entusiasta de ellos, siempre que no sean facilones y débiles, y el poeta aquí los sabe emplear con inteligencia, incluso en los títulos de los poemas («Un mal siglo lo tiene cualquiera»), que son siempre elocuentes, explicativos, completivos. Un poema en sí mismos que dejan traslucir el trabajo de orfebrería del poeta extremeño que hoy me ocupa.
En fin, que no digo que en otros casos no sea así, pero en el de David Eloy Rodríguez creo firmemente en su sinceridad cuando lanza versos como estos:
Se lee, se escucha y se escribe poesía
para emprender un viaje verdadero.
Con este deseo me despido. Y con la esperanza de que mi reseña sirva, a su manera, de caja de resonancia, de altavoz de este libro oscuro y transparente al mismo tiempo que nos asoma al vértigo de la vida, a la pasión por la palabra, a la patria, tan hospitalaria y a la vez tan inhóspita, de la poesía mayúscula, auténtica, donde todo sucede.