‘Tomás Nevinson’, de Javier Marías
CARLOS ORTEGA PARDO.
El entusiasmo crítico que ha despertado la última novela de Javier Marías —sobre todo entre plumillas a sueldo de su mismo conglomerado mediático-editorial— no se corresponde con la realidad; aunque, paradójicamente, sí con el contexto. Me explico: el panorama literario, no ya nacional, también global, ha degenerado en un páramo tal, que se celebran como hitos obras muy menores en la trayectoria de un escritor que, desde la monumental trilogía de Tu rostro mañana y con la sola excepción de Berta Isla, viene dándonos bastantes más de arena que de cal.
En efecto, Tomás Nevinson retoma el hilo argumental de Berta Isla y se inscribe en el universo de Tu rostro mañana; si bien, en cuanto a calidad, está al nivel de Los enamoramientos y Así empieza lo malo, sendas decepciones sin menoscabo de los puntuales destellos de genialidad, el que tuvo retuvo, vaya. Muy lejos, por ende, de la trinidad originaria y, naturalmente, también de las (anti) novelas —Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí y Negra espalda del tiempo— que durante la década de los noventa aquilataron el renombre de un autor que, merced a una rara conjunción de complejidad narrativa y éxito de ventas, ha llegado incluso a sonar para el Nobel.
El título que nos ocupa adolece de cierto deslavazamiento, tanto argumental como—y esto resulta más preocupante— morfosintáctico. No es que el fraseo de Marías se haya caracterizado nunca por la ortodoxia —un reproche recurrente en su carrera, sobre todo al principio, es que se explica en español como si tradujera del inglés, si bien yo no lo comparto, o no totalmente—; pero trasluce aquí además una desgana, una sensación de escritura en piloto automático, algorítmico casi, impropia de un autor al que cabría tener por todo lo contrario, más habida cuenta del saludable rechazo del papanatismo tecnológico, rayano de hecho en aristocratizante neoludismo, del que suele hacer conspicua gala.
Quizá a ese dasein suyo antimoderno se le haya ido la mano, sobre todo en lo que respecta a su anacrónica insistencia en la descripción minuciosa de las turgencias, indumentaria y calzado femeninos. Nada más lejos de mi ánimo que incurrir en la sobada demagogia de pollaviejas y señoros; pero lo que sonaba normal hace treinta, veinte, y hasta diez años, ha dejado hoy de serlo, para mal en muchas ocasiones, y para bien en algunas otras, como creo que es el caso. No aceptarlo puede conducir a que una valiente objeción de conciencia acabe bordeando peligrosamente los límites de la ranciedad.
Tal como apuntaba unas líneas más arriba, la escualidez de la trama no encaja en los grosores de uso en Alfaguara, de modo que Marías parece haberse visto impelido a entregar un buen número de páginas de mero y desalentador relleno. Así, las sabrosas digresiones de antaño se han vuelto dilación reiterativa y, la verdad, algo tediosa, ígnaro, precisamente él, de la máxima, o consejo, habitualmente en boca de Bertrand Tupra, personaje antológico a pesar de todo: “don´t linger or delay”.
Me temo que, en buena medida, todo responde a una mera e inapelable cuestión cronológica. Salvo Shakespeare, o Rimbaud —este último, además, con anticipación bancaria, o castrense—, los escritores no acostumbran a jubilarse. Ello conlleva para quienes los admiráramos antaño la decepción de asistir a su decadencia hogaño, pues las obras de senectud palidecen indefectiblemente en comparación con las de madurez. No insinuo que Marías deje la literatura, ya me guardaré. Seguro que le queda todavía mucho por decir, pero tal vez le convenga reinventarse a formatos de aliento algo más corto; sus colaboraciones en El País Semanal, por ejemplo, no han perdido un ápice de filo.
Para mí su único libro redondo fue Los enamoramientos. A partir de ahí ninguno lo pude terminar, harto de su interferencias que detienen acciones de por sí pueriles.