‘La palabra mágica de François Tidét’, de Fernando Llor y Manuel Gutiérrez

La palabra mágica de François Tidét

Fernando Llor

Ilustraciones de Manuel Gutiérrez

El Transbordador

Málaga, 2021

74 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Si la magia tiene un tema, es un tema vinculado a la búsqueda de la felicidad. Ambos, magia y felicidad, son un misterio: la primera por el arte de esconder con encanto, la segunda por ser tan esquiva y tan deseada, tan inhallable. Se podría decir que si uno se propone escribir un relato sobre magia, estará hablando sobre el secreto de la felicidad. Y dado que se trata de un secreto, lo mejor sería no divulgarlo. No es sencillo definir felicidad, ni su secreto, pero sí podemos hablar sobre lo que nos priva de la felicidad, de los antónimos. El primero de ellos será la ambición, la codicia. Fernando Llor ha escrito un relato muy fresco en el que la felicidad está en batalla con la ambición, y como detonante de la batalla está la desilusión, el desengaño, la maldición social. En realidad, ¿qué importa que a uno le descubran el truco, cuando se trata de permitir a la fantasía regalarnos un poco de dicha, esa chispa de felicidad?

La magia, como el relato, propone un pacto de credibilidad con el lector, con el espectador. Si uno no está dispuesto a creer en ella, es mejor quedarse en casa escuchando la tertulia de turno en la radio. La manía de descubrir al mago como impostor se aleja de nuestros sueños infantiles, esos que tanto echamos de menos, esos en los que se reúnen los mares azules con islas de tesoro y la cabaña en el bosque. Este relato tiene bastante de nostalgia, hasta tal punto que el eje sobre el que gira es la búsqueda del Santo Grial de la magia, la palabra que nos hará todopoderosos. “Birnabará” es Abracadabra. Nuestro mago francés, un tipo de chistera y frac, descubre la palabra y con esa herramienta en la boca sólo piensa en recuperar el prestigio perdido. La apuesta será a destrucción o vanidad. Y su reto le llevará a descubrir para nosotros la magia que está esparcida por los rincones del planeta: el frío norte, Oriente Medio, África y Japón. Cuatro lugares a los que nos desplazamos más con la fantasía que con los pies. Como contrapunto del mago europeo clásico, a su ambición que puede ser locura, nos entrega dos personajes humildes y serenos: una paloma y un conejo, que son los ayudantes del protagonista de este cuento de hadas. La obsesión del protagonista contrasta con los consejos mudos de los dos animales que, entregados al amor por su amigo, por su compañero de espectáculo, saben que la felicidad no está en el reconocimiento.

Con estos elementos se construye un relato que nos recuerda a los cuentos juveniles, lo cual enfatiza esa idea de nostalgia que flota a lo largo de la lectura. Y que viene acompañada por unas ilustraciones en colores que nos remiten al pasado, en las que hasta el verde resulta un tono tostado, que conservan un extrañísimo misterio, el del silencio: incluso cuando se refleja una multitud es imposible hallar resquicio para la palabra. Y mucho menos cuando describen la soledad, que vuelve a ser la maldición del protagonista. Este silencio contrasta con la palabra definitiva, la que todo lo puede, ese “Birnabará” que ninguno de nosotros sabríamos qué hacer con él si cayera en nuestra garganta.

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