Anna Ajmátova, la voz de Rusia

Elena Marqués.- «Hubo años, muchos años, en los que solo podíamos vivir si teníamos la suerte de soñar unos minutos cuando conseguíamos quedarnos dormidos. Despiertos, era imposible vivir». Con estas palabras de Anna Ajmátova según Eduardo Jordá, autor de esta extraordinaria biografía en la que, en primera persona, adopta su voz en un potente y en ocasiones apasionado monólogo, prácticamente arranca la vida de pesadilla de la escritora eslava, una de las componentes de la Edad de Plata de la poesía rusa y del movimiento acmeísta, una mujer a la que le tocaron tiempos de cambio, de resistencia y de extrema pobreza. Tiempos terribles, los del estalinismo, de absoluto control (de 1925 es el Decreto sobre la política del Partido en el dominio de la literatura), de perpetua sospecha (hasta el lenguaje era vigilado, pues la palabra «pan» o «Dios» olían a contrarrevolucionario), en los que se cercenó la libertad de expresión y a ella, en concreto, se la relegó al ostracismo y al olvido. Tiempos en los que el miedo y la culpa heredada eran los sentimientos más frecuentes, los únicos que abrigaban las habitaciones desoladas de los viejos palacios convertidos en viviendas comunales. Tiempos de delaciones y de hambre que quedan perfectamente retratados en este libro y que, aunque conocemos, o al menos adivinamos, es necesario recordar, como ahora recordamos la figura que, por mucho que intentaron ocultarnos, debía ponerse ante nuestros ojos por su valor personal y literario, por ser testigo, desde su valiente exilio interior, de lo que parecía imposible.

Es ya célebre la anécdota de aquella que, en la cola de la cárcel, a la que acudían mujeres destrozadas por el dolor, pero fortalecidas por el amor a sus maridos e hijos, le preguntó a Ajmátova si era capaz de narrar lo que estaba ocurriendo. «Puedo», contestó ella. Y ese verbo modal se convierte en el término que mejor la representa. Y a esas mujeres es a las que retrata también en sus poemas, a las que hablan como ella, exentas de idealizaciones. Al fin y al cabo, «los poetas trabajamos con las mismas palabras con que la gente corriente invita a sus amigos a tomar el té». Aunque, en este caso, té, poco.

Anna Ajmátova, que en realidad se apellidaba Gorenko (de ahí, dice, el tema del doble en su obra), «escribe» aquí toda su vida: su peculiar matrimonio (hoy lo llamaríamos «relación abierta») con Nikolai Gumiliov, siempre «en busca de la “puerta de oro, como decía él, esa puerta que le llevara a un lugar donde los sueños no pudieran decepcionarle jamás y pudiera vivir sin sentir el desprecio del mundo»; sus posteriores relaciones, bastante desgraciadas, con Vladimir Shileiko y Nikolai Punin; la prisión y el desapego de su hijo; la muerte que la rodeó; su mala salud; sus primeros y últimos pasos entre la élite cultural (conoció a Modigliani en París; por él fue retratada en varias ocasiones); sus noches en el Perro Vagabundo; su amistad con Mandelstam, con Nabokov, para el que bastan unas pinceladas en demostración de su grandeza moral; su encuentro con Marina Tsvitáievna; sus traducciones para sobrevivir (parece ser que el minimalismo de la literatura china y coreana influyeron en la limpieza de su propio estilo); su pertenencia a sus «trémulos jardines de Tsárkoye Seló». Aunque forme parte de una generación que, como la mujer de Lot, «tampoco puede permitirse la nostalgia porque no tiene ningún lugar al que regresar», pues la Rusia que ella conocía, la que siempre se negó a abandonar por culpa del olor de las cerezas maduras, la «que alberga las ruecas y los lugares amados de la infancia», ya no existía, se había convertido en el lugar «donde se alzan las cárceles y los patíbulos».

Lo que sí aparece permanentemente es el dolor. Es esa punzada la que alimenta su obra, desde Réquiem a Poema sin héroe. Eso y su contacto con la tierra natal. Y su lengua. Y la presencia de la soledad y de la muerte.

Evidentemente, aunque la documentación es extensa y bien fundada, tanto de la vida de Ajmátova como del país y el régimen de las Grandes Purgas (no puede obviarse que aparece muy bien integrada, esa parte histórica, esa crónica de la época, enmarcando la semblanza; que los datos no abruman ni se nos hacen pesados, sino instructivos, complementarios), mucho hay de literatura en esta reconstrucción (toda recuperación de la memoria lo es, y yo misma me preguntó si esa anécdota que cuenta a lo Ray Bradbury es real o una invención bien representativa de la censura y la opresión que se vivía); pero, por encima de otros acercamientos biográficos, me quedo con esta fórmula original y única en la que se aprecia la sensibilidad del autor, su buen hacer (Eduardo Jordá cuenta con extraordinarias novelas y libros de poemas y de viajes), su capacidad de hacernos vivir, sentir el frío, emocionarnos, y querer releer a Ajmátova para hallar, como ella, claridad en el dolor, e identificar en su voz, convertida en símbolo («Soy vuestra voz, calor de vuestro aliento, / el reflejo de todos vuestros rostros, / es inútil el batir del ala inútil:/ Estaré con vosotros hasta el mismo final. /Y por eso me amáis ávidamente»), la voz de Rusia.

Eduardo Jordá, Anna Ajmátova. Zut ediciones, Málaga, 2021.

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