Volver a los paraísos perdidos
Elena Marqués.- Siempre recordaré a un viejo amigo lamentándose de que la etapa más feliz de nuestra vida es precisamente la que permanece en la niebla del olvido. Él me hacía notar que los niños, antes de esa edad que nos maldice con el uso indiscriminado de la razón, con la toma de conciencia de que aquí estamos y de que el mundo es un problema, son los que más sonríen, los que más disfrutan por todo, los que más se admiran, los que más y mejor descubren y se aventuran, los que más se entusiasman con naderías. Los que más cerca están de Dios. También, aunque eso ya lo decía con la boca pequeña, los ancianos, enredados en su alzhéimer, parecen recuperar ese estado beatífico y disfrutar de una segunda niñez. Sin embargo, en ambos casos, quién se acuerda.
Son muchos los poetas que dan vueltas a esa frase del paraíso de la infancia, pero hasta ahora no me había dado cuenta de que el edén es un espacio, que Infancia es lugar. Que la inocencia va mucho más allá de la candidez y de la pureza. Que la niñez no es una etapa de la vida, un mero hito cronológico, un corredor de paso, sino «una forma de estar en el mundo». Un estado de perfección y beatitud. Y un estado, también, apto para la creación, en especial para la creación poética, pues, si esta parte de algún punto, es de la capacidad natural y virgen de contemplar, de mirar las cosas por primera vez y sorprenderse. De esperar («esperar con actitud») que sucedan los milagros. De hallar mágicamente las correspondencias.
Y es que esa llegada de la consciencia de la que hablaba mi viejo amigo, esa entrada en el universo de los adultos, más que facilitarnos la vida, en algunos asuntos nos la entorpece con sus reglas y sus márgenes, nos contamina la pupila. Nos hace desviarnos de nuestro origen, de lo esencial, del sentir. Nos sumerge en la maldición del tiempo. Nos tacha el futuro («Territorio de la posibilidad, la infancia»).
Juan Manuel Uría, poeta, aforista, artista plástico y editor, dedica este libro de difícil clasificación (si quisiéremos incluirlo en algún género: a eso me refiero), donde se suceden pequeños fragmentos enlazados por una lógica dialogante y clara, a ese «espacio sin tiempo llamado infancia» que resulta irrecuperable como no sea con el concurso del corazón y la memoria. O a través precisamente de la creación, pues en ella «regresamos al latido original, a la cueva y a la mirada inocente y omniabarcadora».
Así pues, entre las reflexiones que nos ofrece el autor de este valioso opúsculo, abundan las que se refieren a su propia poética, en la que reivindica el regreso al balbuceo y el garabato y a la sencillez y al silencio ante la concienciación de que hay misterios que no encuentran la manera de decirse, al desnombramiento (esa idea me ha conducido inevitablemente al poemario de Miriam Palma así llamado) y a desaprender. También nos avisa sobre la importancia de la mirada, un término que se repite constantemente; la exactitud de la palabra y la trascendencia de los matices («Inocencia, no ingenuidad sino inocencia»); el canto como camino, como puerta de regreso.
A todo ello se suman otras lúcidas consideraciones; así, el peso de la observación en la construcción del ser («Lo que miro se entrevera con lo que soy»), la complejidad y heterogeneidad del hombre, conformado en distintos estratos, por distintos momentos que se suman («Soy todos ellos al mismo tiempo»), la vivencia del tiempo en ese no-tiempo de la infancia («Un espacio sin tiempo, decía, y por ello aparentemente eterno»), el inconsciente y feliz objetivo al que deberíamos apuntar de simplemente ser.
Me resulta especialmente instructiva la sección III, centrada en la «invención» del concepto infancia, y en la violencia que se ejerce sobre ella, y en las terribles consecuencias que supone arruinar «El nervio estructural de la vida»; mientras la siguiente nos recuerda las concomitancias entre el poeta y el niño como buscadores de la belleza y nos muestra, en la vivencia de la paternidad, y, como dije más arriba, con el concurso del corazón y la memoria, el camino de regreso (sección V), la fórmula para volver a ser niño y reconstruir los muros que delimiten ese espacio triple de resistencia de la infancia, la poesía y el silencio, hermanados en el último fragmento con que concluye un libro que por un momento ha conseguido algo que deberían lograr todos los libros. Que uno salga de él bien distinto a como entró. Que lo anime a recuperar los ojos y a mirar. Que lo impulse a volver a los paraísos perdidos.
Juan Manuel Uría, Infancia es lugar. Cypress Cultura, Sevilla, 2020. 80 págs.