«Ladrones de tinta»: una novela con pícaros, canallas y genios en el Madrid del Siglo de oro
Por Horacio Otheguy Riveira
Ladrones de tinta es la primera novela de una trilogía que recorre el Madrid del siglo de oro. Lo hace con el encanto de una comedia de intriga y la profundidad de un amplio conocimiento que no necesita deslumbrar. Le basta con iluminar como la linterna de aceite de un detective de la época. Tal el prodigio de su autor Alfonso Mateo-Sagasta, responsable también de los dos volúmenes siguientes con el mismo personaje protagónico, Isidoro de Montemayor, un pícaro superviviente que avanza ganando sorprendentes batallas… en un Madrid de impecables señoritos y mucha miseria, suciedad en las calles y los hospedajes, las tabernas y los hospicios. Una ciudad llena de talentos que han de sobreponerse a toda clase de horrores para sobrevivir.
Entre corrupciones de alto y bajo vuelo, Miguel de Cervantes palidece enfermo en condiciones lamentables, mientras un despiadado con posibles ha conseguido publicar una infame segunda parte de El Quijote. En su busca va Isidoro de Montemayor, apremiado por un contratista que le paga para que avance como un detective profesional capaz de ensuciarse todo lo que sea necesario con tal de ahondar entre semejantes Ladrones de tinta… y cruzarse con tahúres y genios de la época como Luis de Góngora (en una única escena de impecable factura teatral) o Lope de Vega (personaje principal incluso cuando no aparece, porque siempre se le espera), así como con insospechados personajes que se cruzan por su camino con tal naturalidad que lleva al lector a una notable inmersión en el paisaje y las circunstancias de la época.
«Tiré Montera abajo hasta la Puerta del Sol. En la esquina aguardaban los mendigos de siempre, los que ahí siguen todavía, supongo, si no los ha matado un rayo. Hay uno sin piernas que anda con dos tacos de madera en las manos y el tronco enfundado en una especie de delantal de cuero, y otro con un lobanillo enorme en la sien derecha que está medio loco y te insulta y te acusa de soberbio y judío si no le das una moneda. Ambos son veteranos de Flandes, o dicen serlo, y si tullidos dan miedo, no los quiero imaginar enteros y sueltos por una de esas ciudades del norte. Siempre que me los cruzo me alegro de no ser hugonote. Pasé a su lado con prisa y crucé la plaza para subir por Carretas, pero antes de lograrlo me atajó otro mendigo alemán con la consabida cantinela.
— Amico, amico, spagnolo e tedeschi tutto uno, misma cosa, buon compaño.
— Vamos quita —le dije soltándome de un manotazo—, vete con tus hermanos a cantar algo a la Puerta del Buen Suceso —añadí señalando el templo en el otro extremo de la plaza.
Apreté el paso. Al llegar a la plazuela del Ángel me metí por la calle de Huertas hasta la casa de don Miguel [de Cervantes]. A esas horas ambas calles estaban medio vacías, parecían de otra ciudad, de una ciudad muerta, pero no se engañe. Ese barrio hay que andarlo al atardecer y por la noche, cuando los bodegones abren sus puertas, se despiertan los cómicos y las putas levantan sus persianas y entornan los balcones.»
(…) — Yo también soy poeta.
No sé por qué dije eso para dos malos versos que he escrito. Un error, porque si algo desprecian los comediantes es a los poetas desconocidos. También hay que comprenderlos. Los pobres no tienen oportunidad de despreciar a mucha gente. A Lope no, desde luego, ni a Luis Vélez, ni a fray Gabriel Téllez, si me apura, pero a los demás tienden a considerarnos a la misma altura que a las prostitutas. Y razones no les faltan. Los que no hemos conseguido entrar de secretarios en ninguna casa, llevamos una vida tan movida como las maletas, que es como llaman los soldados a las putas que siguen al ejército a la cola de los bagajes.»
Una mancebía limpia y confortable…
Dada la severa enemistad entre Cervantes y Lope de Vega, Isidoro se empeña en la posibilidad de que Lope, responsable o no de la tropelía del falso Quijote II, le ayude a resolver el conflicto. Pero no lo ha tratado nunca y su busca no es fácil. Para ello irá por atajos, desencuentros y hallazgos como cuando recala en una mancebía a la que llega aposta, a sabiendas que de allí encontrará rumbo fértil. El autor describe las características de La Carbonera, «una mancebía limpia y confortable que cumple todos los requisitos de salubridad y orden público. En ella se ganan la vida de quince a veinte pupilas, todas solteras, mayores de doce años y que han acreditado ante un juez la pérdida de la virginidad. Además, en prevención de conflictos, ninguna es natural de Madrid ni vive aquí su familia, si es que la tienen (…) La primera que se nos acercó fue una mujer talludita, pasados los cuarenta, a ver qué se nos ofrecía. Iba maquillada como las demás, el rostro y el pecho blanco de albayalde y los labios rojos como supuse que llevaría los pezones y la vulva, además de afeitada. Un coño con vello es algo reservado a mujeres decentes que no hacen uso de él para ganarse la vida, pero las furcias lo llevan rasurado como el cráneo de un galeote. Claro que hay putas que no se rasuran para parecer decentes, que a veces sacan más haciéndose las estrechas que dándoselas de anchas.»
De pronto es Lope quien se entera de su búsqueda y le envía a Candil, su secretario, para citarle en su casa y aclarar varios asuntos. El célebre personaje se exhibe ya ordenado sacerdote, viviendo en concubinato no bien visto, claro está, pero a su vez rodeado de niños que juegan en su amplio jardín, hijos con diversas mujeres. Genio y figura el genial escritor que presta al autor de Ladrones de tinta no solo un parecido facial muy notable, sino material para que, llegados estos capítulos, la obra tome envión y aumente su interés, desplegando aventuras muy variadas con elocuentes situaciones de violencia institucional y callejera, sin descuidar la voluptuosidad de una pasión socialmente mal vista…
«Subimos al coche. El cochero lanzó un grito agudo y el látigo restalló por encima de nuestras cabezas. Nuestras rodillas se rozaron con el traqueteo. Notaba la camisa pegada al cuerpo. La condesa empezó a sudar. Bajo sus axilas la seda se tiñó de oscuro y el rostro se le cubrió de brillos. Casi podía olerla. Mi imaginación se disparó. Sentí una creciente excitación. Por fortuna estábamos sentados y aún era posible disimular… Volví a mirarla. Forcé una sonrisa que me devolvió divertida. Me encontraba francamente violento, temía que se hicieran patentes mis ensoñaciones… Ella sacó un pañuelo de batista y se lo pasó por la frente, el cuello, la nuca. Sus tetas interactuaban sin ruido amenazando con salirse del nido a cada movimiento, pero siempre contenidas. Una angustia.
— Tengo una sorpresa.
— ¿Más?
— Esta es de otra índole. No sé si le gustará.»
A Ladrones de tinta le siguen El gabinete de las maravillas y El reino de los hombres sin amor.
En El gabinete de las maravillas —Madrid, otoño de 1614—, el marqués de Hornacho encuentra a Gonzalo Escondrillo, su archivero, asesinado en la biblioteca de su palacio. Gonzalo era la persona encargada de llevar al día los asuntos relacionados con el Gabinete de las Maravillas, un lugar que pretendía ofrecer todas las maravillas del mundo al alcance de la mano. El cadáver de Gonzalo ha aparecido con un cuerno incrustado en la sien izquierda, una excusa perfecta para que el hidalgo Isidoro de Montemayor entre en la cámara secreta del marqués, gracias a los favores de una hermosa marquesa que lo nombra su secretario. La investigación dará cumplida muestra de no pocas «maravillas», dentro de su sentido excelso como de sórdidas perversiones, en manos del abuso de poder de ciertos aristócratas…
En el tercer y último libro, El reino de los hombres sin amor, las experiencias del protagonista le hacen llegar a codearse con la nobleza en el viaje que realiza la Corte desde Madrid a la frontera de Francia para sellar la paz mediante dos bodas. Un doble enlace por poderes está a punto de unir las coronas de Francia y España en una alianza que pretende ser el germen de la paz en Europa: el de la española Ana de Austria con Luis XIII, rey de Francia, y el de la francesa Isabel de Borbón con el príncipe Felipe. Tras los festejos, ambas damas, seguidas por sus respectivas cortes, emprenderán su camino hasta el paso de Behovia, en la frontera sobre el río Bidasoa, donde se producirá lo que ya se conoce popularmente como «El intercambio de las princesas». Pero Isidoro Montemayor, secretario y amante de la condesa de Cameros, no participa del júbilo general. Un asunto de contrabando de plata pone en peligro a su adorada Micaela y, en consecuencia, también a él. Isidoro, héroe a su pesar, amante contrariado y tenaz investigador, se ve de repente obligado a cambiar la pluma por la espada e intentar conservar la vida en una España donde abundan las puñaladas a traición, tanto en los callejones lóbregos como en las como en las resplandecientes alcobas reales.
En la España del Siglo de Oro, codicia, corrupción, estafa y asesinato han invadido un reino gobernado por tres viudos y un fraile y apenas queda sitio para un hombre honrado. Una doble boda real y un viaje sirven de telón de fondo para esta aventura de caballeros, despechados, damas enamoradas y metales preciosos.