«Madre del agua», de Gregorio Dávila
Por Elena Marqués.
Ser o no ser. Esa es siempre la cuestión
Nos hemos «educado» en el espíritu competitivo, en tratar de ser el número uno, en la idea del triunfo. Escuchamos, casi como una salmodia (en vez de «el mantra cadencioso del latido»), que tenemos hoy las generaciones mejor formadas. Conocemos idiomas, sabemos desenvolvernos, «gestionar» situaciones diversas. Y estamos comunicados, hiperinformados, con los pies en la tierra. Aunque esto último lo pongo en duda. Por mucho que nos hayamos vuelto ecologistas y todos tengamos en casa la equipación reglamentaria para hacer senderismo (esta reseña no la patrocina Decathlon, aunque con este principio pudiera parecerlo), mucho nos queda para sentirnos parte real de la Naturaleza, para experimentarla como origen, como Madre. Para disolvernos en su armonía. Para afirmar, como el autor de este libro, como el mismísimo Lao Tse, «El mundo es sagrado».
No es la primera vez que Gregorio Dávila vuelve los ojos hacia Oriente para transmitirnos su profunda sabiduría. Si en Cuenco de azahar (Karima Editora, 2018) nos ofreció una hermosa colección de haikus en los que reunía un buen conjunto de pequeños momentos vividos con conciencia, en este Madre del agua (Ayuntamiento de Tomelloso (Ciudad Real), que obtuvo el XXII Premio de Poesía Eladio Cabañero, nos conduce «por las huellas del Tao», por el camino de la naturaleza; ese flujo continuo entre el ser y el no ser que constituye nuestra esencia. Admitir esa simple verdad, desvestirnos de lo que conocemos y damos por cierto, no solo resulta una idea poética (la palabra como creación y recreación en el acto de nombrar, con su poder genesíaco, como vemos en el poema 24), sino liberadora. Abrazar la sencillez, la plenitud del vacío (los versos «Un corazón germina en la penumbra / y un aliento se encarna en la matriz», o «los vanos hacen útiles las cosas // la vida brota por los huecos», me han recordado irremediablemente a Valente), de donde todo surge. Recuperar la unidad.
Desde luego, el minimalismo de Gregorio Dávila en este libro, compuesto por un canto-invocación inicial que pide algo tan modesto como «la serenidad en la incertidumbre» y 81 poemas (algunos, muy pocos, bajo la fórmula que tan bien conoce del haiku) encabezados por un verso de Lao Tse, refleja su profunda convicción de que la sencillez, el abandonarse a la respiración y a la inocencia («El Maestro ayuda a la gente a desprenderse de cuanto saben», se titula el tercer poema), el confundirse con el universo, el diluirse en la transparencia vivificante de sus aguas, es el camino correcto para llegar a la plenitud. En ese itinerario en tres fases, que nos recuerda, también en sus imágenes («La oscuridad es bálsamo. Yo creo en las noches»), al recorrido por los místicos (quizás porque, en el fondo, todos andamos empeñados en la misma búsqueda de lo absoluto), el poeta nos ofrece esos elementos (la luz, el fuego, el agua, el aire, la tierra) acompañados por una miríada de seres vivos, árboles, flores y animales que, en su «insignificancia», representan el todo («Veo al escarabajo / formar una pelota /con los residuos del saber / y tomar la senda del bosque»), y nos recuerda la importancia del silencio para hallar claridad («Por fin, el aguacero dispersa el alboroto y limpia el aire de turbiedades»), de la bondad y la candidez frente al ruido y las vanidades del mundo (léase el poema 9, donde se enfrentan, como en un espejo, las dos realidades), de la aceptación (con homenaje a Gabriela Mistral al pronunciar «Yo planto el árbol que me toca»), así como la superioridad del ser sobre el conocer, que jamás nos dejará desentrañar «la lógica del beso», la vivencia del presente, la experiencia de la verdadera contemplación, pues «Miro a veces y no veo, / siento a veces y no miro».
El resultado no puede ser más plácido, hermoso y auténtico. El poeta ha sabido trasponer la mayor de las dulzuras en un trabajo donde este apenas se advierte, donde el artificio (así debe ser, y mucho más en este caso) no se percibe. Cada palabra, incluso las inventadas («declina azucenamente la tarde», qué hermosa imagen, y qué gráfica, como otras tantas, siempre visuales[1]), ha sido sembrada con lúcida inteligencia; los adjetivos siempre suman, siempre significan («el vaivén reverente de las dalias»); las citas escogidas, de autores esenciales como Pessoa o Mujica, iluminan como faros el conjunto; el ritmo parece marcado por la conjunción del hombre con la naturaleza («Las manos de un niño / que choca dos piedras / y marca el canto de los hombres»), por su disolución en ella («Queda la claridad pero no el sol / queda el fruto pero no la semilla / queda el verso pero no el autor»).
Suele decirse (quizás solo sea un tópico que, siguiendo las enseñanzas de este libro, deberíamos replantearnos) que de la Literatura con mayúsculas, de todo buen libro, nunca se sale como se entró. En este caso es bien cierto. Basten como ejemplo estos versos, que deseo llevar recuadrados, más que en el final de una página, en la misma piel del corazón:
No interesa de dónde vengo
ni a dónde voy,
solo quiero ser brisa calma
y no el aullido roto de la queja.
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[1] Pongo aquí un ejemplo: «El silbo del jilguero como antífona, / como laudes el cáliz de los nardos, / la mirada del perro como vísperas […] la niebla arrodillada ante el regato».
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