Miscelánea de deporte y literatura

LOS PELIGROS DE LA NATACIÓN. A los castellanos viejos la mucha agua nos asusta, pero no es manía de tierra adentro sino percepción cierta de los peligros de lo líquido, de lo que no opone resistencia y permite siempre la caída, el hundimiento. También les ocurre a los húmedos y acuáticos ingleses, sin embargo. En La dama de blanco, de Wilkie Collins, una curiosa combinación decimonónica de folletín, novela realista y novela policiaca, un pacífico y extravagante inmigrante italiano, el profesor Pesca, se ve inmerso en una peligrosa aventura por su animoso intento de nadar en la playa de Brighton como cualquier buen inglés, empeño en el que un calambre casi le cuesta la vida. Así lo narra su salvador, Walter Hartright: “Con pasmo y horror advertí entre la orilla y yo la presencia de dos bracitos blancos que durante unos instantes bregaron por encima de las aguas hasta desaparecer de la vista. Cuando me sumergí en su busca, el pobrecillo estaba tendido en el fondo, embutido en la oquedad de una roca, y mucho más diminuto de lo que me había parecido hasta entonces”. Comprensiblemente agradecido después de ser rescatado in extremis, el profesor Pesca se compromete solemnemente a prestar a Hartright cualquier servicio con que alguna vez le pueda favorecer, y con mayor agrado cuanto más sacrificio conlleve. Más le valdría, en efecto, no haber intentado nadar, porque acabará complicado en una peligrosa maraña de grupos terroristas clandestinos, vestigio que ya creía olvidado de su juventud.

El negativo de esto lo tenemos en Scoop, una de las mejores películas (sin serlo, paradójicamente) de Woody Allen. La joven periodista Sondra Pransky, deseosa de conseguir una gran primicia y empujada por el testimonio del fantasma de Joe Strombel, reportero muerto repentinamente mientras investigaba sobre el Asesino del Tarot, criminal en serie que mata a prostitutas jóvenes en la ciudad de Londres dejando como firma naipes del tarot. Sin resumir toda la película, digamos que Sondra se acerca al sospechoso señalado por Strombel, Peter Lyman, fingiendo hundirse en una piscina; este la salva (o eso cree) y sobre esta base comienza una divertida relación entre ellos. Al final de la película, al verse acorralado por Sondra, Lyman la dejará abandonada en medio de un lago y avisará lloroso a la policía de la trágica muerte de su novia, que ha caído de una barca sin saber nadar. Justo mientras los agentes toman los datos aparece Sondra sonriente: no solo sabe nadar, sino que fue campeona en el instituto. Si nadar es peligroso para uno, quien domina la natación es sin duda peligroso para los demás.

CICLISMO Y ABSURDO. Ya hemos hablado varias veces del gusto vanguardista por el deporte y, entre todo el abanico de disciplinas que este ofrece, por el ciclismo, faro y guía de esta sección en el próximo mes. No por nada rotula satíricamente Rafael Reig por boca de Ortega y Gasset las primeras décadas del siglo XX como “la edad del velocípedo”. Por supuesto, aparecen también parodias e ironías, como las que ya señalamos en el Ulises de Joyce o esta que en 1926, en plena efervescencia vanguardista, incluye Ramón Pérez de Ayala en El curandero de su honra para reflejar la desmesurada emoción de Tigre Juan al conocer que va a ser padre: “Tigre Juan meneaba la cabeza, diciendo que todavía no estiraba la pata; y al efecto encogía y alargaba una de las piernas, como un afilador o un ciclista”. Obsérvense los movimientos sincopados como de cine mudo, tan desacompasados y absurdos que bien se podría pensar que alguien que se mueva como un ciclista no está, sencillamente, en sus cabales. Y en efecto: “con un salto, de portentoso vigor, y luego, abriendo y cerrando los brazos en el aire, dio otros varios, más expresivos, a modo de zapatetas de una salvaje danza triunfal”.

Aquí el tratamiento es cómico, pero el carácter absurdo del ciclismo puede expresar el pesimismo existencial tan característico de la literatura del siglo XX. En un poema fechado el 18 de enero de 1944, “Trenes de roja noche”, el poeta postista Carlos Edmundo de Ory, siguiendo y combinando las distintas estéticas vanguardistas y estas con la modernista, recrea en una enumeración caótica las imágenes que se le presentaron en un sueño claramente trágico y presidido por la pérdida (“¿Los muertos que se amaron se besan allí dentro?”) y la destrucción (“Como leones ardiendo veo barcos”, la expresiva sinestesia en “Roja noche”). Pues bien, estos dos versos aparecen hacia la mitad del poema: “Madre soy un ciclista y no sabes de mí / que ruedo en carreteras oscuras y me duermo”.

LA LUNA Y EL DEPORTE POR VEZ PRIMERA. Terminemos con Carlos Edmundo de Ory y con un ejemplo perfecto de la que según Carlos Fernández Liria es la raíz del placer estético que ofrece la poesía (entendida en un sentido amplio como el arte en general): el presentarnos las cosas de tal modo que las veamos como si fuera la primera vez, al margen de nuestra experiencia previa, de nuestras preferencias particulares, de unas u otras asociaciones codificadas por la tradición. Mirón, con su Discóbolo, nos permitió ver el lanzamiento de disco y el esfuerzo del cuerpo humano por vez primera: la tensión, la proporción, la torsión de la espalda, el agarre del disco… Carlos Edmundo de Ory, en su poema “Imagen”, nos presenta en cambio la luna (¿habíamos reparado acaso en que, en efecto, la luna es un disco de metal lanzado al espacio?; esto quiere decir ver las cosas por vez primera, jugando como un niño, dirían Schiller o Nietzsche) y, generosamente, la propia escultura de Mirón, que también podemos mirar ahora como si fuera nueva para nosotros:

 

Luna disco de metal

con brillo de niquelado

¿Quién fue luna-disco-luna

el que te lanzó al espacio?

 

¿La mano atleta de algún

discóbolo mironiano?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *