Antonio Costa Gómez en El Carlton Arms
Por Antonio Costa Gómez.
En los años ochenta iba por Lugo con una gabardina raída en invierno y en verano. Parecía el teniente Colombo pero con saudade, y con su negligencia buscaba algo ignorado. Publicó un libro de poemas y en La Voz de Galicia dijeron que hacía “lirismo fantástico”. En el poema “Monstruos verdes” avisaba a la gente: “Allá en el fondo monstruos verdes / se agitan intranquilos / esperando la hora de poder abrir los ojos”. Lo atormentaba la idea de que cuando tenía siete años quemó en una aldea de Galicia todo cuanto poseían sus abuelos.
Estuvo vagando mentalmente por muchos sitios. En un lago, en los Cárpatos, al sur de Polonia, se sintió un intruso en la Tierra. En Nueva York fue obsesivamente al café Greco, al lado de Washington Square, para olfatear los fantasmas de Jack Kerouac con su blues desenfrenado y de Djuna Barnes con su bosque de la noche. Allí se alojaba en el Carton Arms, un hotel medio hippie y barato, e iba a cines subterráneos en que el metro, al pasar, descuajaringaba la película. Pero él decía que todo era así de incierto en su vida.
Muchas veces le seguí la pista. En la revista FronteraD publicó una especie de plaquette digital que se titulaba No creo en los parques. En un poema le decía a una limpiadora: “Cuántas veces aún vas a fregar los platos / con el estropajo Scotch Brite / antes de que ese whisky que tomas al crepúsculo / tenga sabor a muerte y ausencia sin remedio”. Tiempo después, publicó en Ediciones en Huida Los camiones de Patagonia. Allí hablaba de las primas que se hunden en los baúles, de qué hacer con el amor, de camioneros de Patagonia que piensan en la abuela y su balcón. Le he seguido la pista por lugares sombríos y nostálgicos. Algunos que lo conocieron dijeron que llevaba dentro una nostalgia secreta y furiosa. Yo lo recuerdo especialmente en el Carlton Arms, en la calle 25, en Manhattan.
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