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‘Ronda del Guinardó’, de Juan Marsé

DAVID PÉREZ ALIAGA.

Hace más de veinte años leí Si te dicen que caí (1973) de Juan Marsé (Barcelona, 1933-2020). Recuerdo que me costó algo entrar en esta novela, pero la acabé disfrutando bastante. Algunos años después leí Últimas tardes con Teresa (1966), que me pareció una novela maravillosa sin reservas y desde la primera página. Incluso a mí me resulta extraño tener en mis estanterías de libros por leer dos novelas más de Juan Marsé: La extraña historia de la tía Montse (1970) y Un día volveré (1982) sin acercarme a ellas desde hace muchos años. Cuando recibí la noticia de la muerte de Marsé –el jueves 18 de julio de 2020– estaba veraneando en el norte de Mallorca. Dos días después, el 20 de junio, me acerqué a Palma, y en una librería de segunda mano de la cadena Re-reader (calle del 31 de diciembre, 13) encontré la primera edición de Ronda del Guinardó por tan solo dos euros. El libro estaba ligeramente anotado a mano por su anterior propietario, pero me apeteció llevármelo conmigo y lo leí en dos tarde afortunadamente nubladas del pasado agosto madrileño.

La acción de la novela se va a desarrollar en unas pocas horas en la ciudad de Barcelona. La contraportada del libro señala que la fecha exacta en el que discurre la trama es el 8 de mayo de 1945, algo que no se muestra explícitamente en el texto, sino que se señala que es el día en el que Alemania ha firmado su rendición, y se ha dado fin por tanto a la II Guerra Mundial. Esto da pie a una ligera alegría en los vencidos de la guerra civil: «Había conatos de huelga y un alegre trajín de hojas clandestinas, en el fondo una bobada: ni que los aliados fueran a llegar mañana mismo. “Los exaltados de siempre”, añadió. A través de los enlaces sindicales, las comisarías estaban recibiendo listas de gente que no se había presentado al trabajo o que lo había abandonado, y se estaba procediendo a su detención. Las medidas preventivas dictadas por el Gobierno Civil no indicaban en absoluto una situación de alarma.» (pág. 46)

El protagonista de esta novela es un inspector de policía innominado, simplemente será «el inspector», que esa mañana ha recibido de su jefe un encargo desagradable: debe acudir al lugar en el que estaba su antigua comisaria, de la que fue trasladado tres años antes –el popular barrio del Guinardó–, para pedirle a Rosita, una niña de trece años y medio, que vaya al depósito de cadáveres y ver si reconocer a la persona que la violó dos años antes. Rosita vive acogida en una casa de huérfanas que regenta la cuñada del inspector. En esta Casa suele pasar mucho tiempo su mujer, Merche, que ayuda a su hermana.

En el primer capítulo, el inspector entra en la casa para entrevistarse con su cuñada. El encuentro no tiene lugar en términos cordiales. El inspector ha acabado pegando a Pilarín, una de las huérfanas que su cuñada envió a su domicilio para que trabajara como asistenta del hogar. Según el inspector, el problema ha sido que desde el principio trató a Pilarín como a una hija y no como a una empleada. Según su propio código de valores, el inspector no podía permitir que Pilarín se vistiese de un modo que consideraba provocativo.

Rosita no quiere ir al depósito y enfrentarse al supuesto cadáver de su violador, cuando era una niña de once años, y tratará de poner múltiples excusas, que principalmente tienen que ver con sus obligaciones laborales, pues ayuda en las tareas del hogar de diversas casas del barrio. El inspector accederá a acompañarla en su particular ronda laboral, con la idea de que al final de su jornada le acompañe hasta el depósito de cadáveres.

Este periplo por el barrio le va a servir a Juan Marsé para mostrarnos todas las miserias de la época (1945). Aunque la novela está escrita y publicada en 1984 y, por tanto, ya en democracia, su propuesta parece surgir desde el realismo social de la década de 1950, en el que los escritores españoles que no estaban en el exilio mostraban con crudeza la realidad que les rodeaba como una forma de criticar al régimen franquista y a la vez poder eludir la censura. De este modo, no aparece el nombre de Francisco Franco en la novela, ni se habla de forma directa de vencedores o vencidos; pese a que, como mostré en la cita inicial, desde el estamento de la policía se hablaba de «los exaltados de siempre», que son los rojos que insisten en crear problemas. Sin embargo, la guerra civil y sus consecuencias están presentes en muchas de las escenas del libro: en una de las casas a las que acude Rosita, la dueña le dice al inspector, «con la voz quebrada pero arrogante» que su marido estaba en el exilio en catalán, lo que era toda una provocación.

En otra escena, el inspector mira el escaparate de una tienda de muebles y se fija en que un cojín, adornado con unas franjas amarillas y rojas en las que parece intuirse una bandera catalana. El inspector le hace retirar el cojín del escaparate al vendedor y le amenaza con cerrarle el negocio.

Sin embargo, es curioso como también, de una forma sutil, la novela muestra que en más de un caso los vencidos son las personas más pudientes del barrio, que precisamente hablan en catalán. Rosita, una niña viva y desamparada, tiene acento andaluz, y «en su boca grande plagada de calenturas del sur el catalán era un erizo». En una ocasión se utiliza el término «charnegos» para referirse a unos chicos de la calle.

La novela está escrita en tercera persona, pero también, mediante el estilo indirecto libre, se reflejan los pensamientos de los personajes, sobre todo del inspector y en algunas ocasiones de Rosita. El lenguaje de Marsé es rico, sobre todo en la adjetivación, y combina con total soltura un registro culto del idioma con otro más callejero, en el que aparecen términos coloquiales, hoy día ya en desuso, como «kabileño» por «persona pobre» o «chafardear» por «cotillear». En sus descripciones de personas y ambientes Marsé elige un marcado tono feísta: sobacos sucios, hombros llenos de caspa, calenturas en la boca, bocas sin dientes, al inspector le preocupa un testículo que se le sube continuamente hacia los intestinos… De este modo tan significativo se describe a un perro en la página 112: «A pocos metros, un perro flaco y tiñoso arqueó el lomo vomitando sobre el polvo una plasta negra; la removió con la zarpa, la olfateó y se la volvió a comer.» Y sobre todo lo que aparece de forma simbólica en esta particular ronda del Guinardó, del caluroso y polvoriento 8 de mayo de 1945, son personas lisiadas: así nos podemos fijar en la figura de un adolescente sin brazos, debido a que intentó robar un pisapapeles, que resultó ser una granada de la guerra sin desactivar.

Más restos de la guerra se filtran en las escenas: «Inclinado en el terraplén, el esqueleto oxidado de un camión militar hundía el morro en una charca reseca.» (pág. 80-81) Rosita le cuenta al inspector algunas de las leyendas que corren sobre el camión y éste sonríe, «Conocía el ritual colérico, el código de trolas infantiles que aún regía en esta calcinada tierra de nadie.» (pág. 81). En la página 70 Marsé una el término «aventis». Parece que Marsé está creando túneles que comunican entre sus propias obras, y estos niños parecen ser los mismos que los que se cuentan «aventis» en Si te dicen que caí.

Rosita recibe algún pago en «dinero rojo», aunque sabe que ya no sirve le dice al inspector que colecciona esos billetes y que tal vez algún día vuelven a servir. El inspector no deja de fijarse en el descaro de Rosita y en sus formas y movimientos que están dejando de ser los de una niña para convertirse en los de una mujer. Mediante algunas escenas sórdidas se le ha mostrado al lector que Rosita está al borde de la prostitución. De  «solitaria ronda al borde del hambre y la prostitución» califica en la página 138 (ya cerca del final) el narrador la jornada de Rosita antes de ir a reconocer el cadáver de su supuesto violador.

La violencia policial y política está presente de forma real y simbólica en cada una de las páginas de esta intensa y dura novela corta; una perfecta novela corta.

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