Lugones, según César Aira
Acceder a una novela de César Aira es como adentrarse a tientas en un terreno resbaladizo. El proceso de lectura, por tanto, consiste en una pequeña linterna que va hendiendo la oscuridad y nos revela, a cada página sorpresas. Porque Aira es sobre todo la celebración de la sorpresa y del imprevisto. Su famosa escritura que huye hacia adelante nos obliga a leer hacia adelante también y a entrar en su juego de improvisaciones, sinsentidos, fascinantes ocurrencias y malabares. Los códigos literarios y las convenciones saltan por los aires, la “real realidad” es un trampantojo y la praxis de la “mala escritura” se configura como modelo y fórmula con la que (de)construir tramas absurdas. Aunque para ser más exactos Aira no hace gala de una escritura mala, sino más bien de una mala estructuración novelesca clásica o de una escritura líquida. Porque en Aira predomina el procedimiento, sus novelas son laboratorios vivientes, de arquitectura reticular y el resultado importa bien poco. Aira escribe muy bien aunque lo hace como a él la da la gana.
En Lugones encontramos todos los tics aireanos sin excepción. Los ya mencionados y también esa estética naif, de cómic que impregna gran parte de sus narraciones. Ya desde el título Aira proyecta un enorme trompe l’oeil, porque sí que se refiere a Lugones, el famoso escritor argentino, pero Aira lo desfigura y lo convierte en un personaje totalmente ficcionalizado y caricaturizado, como ha hecho consigo mismo en numerosos capítulos de su enciclopedia loca (Cómo me hice monja, “El cerebro musical” o La serpiente). Uno se pregunta por qué iba Aira a escribir sobre un escritor que no le gusta. En su Diccionario de autores latinoamericanos Aira describe a Lugones como un autor de “insensibilidad literaria”, y la obra que se menciona en repetidas ocasiones en este libro, La guerra gaucha, como “un pretexto para una cuantiosa acumulación léxica”.
Pero olvidémonos del Lugones real y acerquémonos al Lugones aireano. Aquí también es un escritor con un hijo policía y con tendencias suicidas, que llega a una isla en la que se sucederán una serie de acontecimientos rocambolescos. La prosa de Aira es pródiga en divagaciones y reflexiones pintorescas. De hecho una de sus marcas es la digresión seudocientífica que a veces trasmuta en una suerte de ensoñación filosófica.
El argumento de Lugones es intrincado (por no decir desmadejado) porque el narrador salta de una cosa a otra y, seamos sinceros, es lo que menos nos importa. O al menos tan solo importa al autor como excusa para poder mantener en marcha su máquina de escritura desaforada. Pero resumiendo, podemos observar una trama de contrabando de papel, una investigación policial, hechos fantásticos que tienden al mito y encuentros sexuales por los rincones de la isla. Los personajes a veces pierden su sustancia y se convierten en fantasmas. Un japonés que pinta y que podría ser una mítica aparición; alguien que se parece a Horacio Quiroga; policías disfrazados; y un yacaré parlante al que Lugones enseña a leer en cuestión de minutos y que podría ser el verdadero autor de este libro.
Aira difumina los contornos de la realidad, pero sobre todo desafía a sus lectores con una imaginación desbordante, tensando al máximo la cuerda de la verosimilitud. De hecho, lo verosímil explota una y otra vez, haciendo de esta novelita una de las locuras más audaces de nuestro autor.
P.D. Todos sabemos que Leopoldo Lugones acabó suicidándose. Aquí, a pesar de comenzar el relato con esa pistola chejoviana que alguien deberá usar Lugones sobrevivirá, pero serán dos cuerpos los que habrá que enterrar o incinerar. ¿Cómo es posible? Solo Aira lo puede hacer. Lean y descubran.
Una verdadera joya del inclasificable César Aira.