‘Un nublao de tiniebla y pedernal’, de Miguel Ángel González

Un nublao de tiniebla y pedernal

Miguel Ángel González

Comba

Barcelona, 2021

175 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

En tiempo de naufragio, y la neurosis no deja de ser el tipo de naufragio más extendido, no hay mejor tabla de salvación que el tarro de mermelada de la abuela. El abuelo, la abuela, son leyenda y son más que leyenda: la figura que es un símbolo del confort, del consuelo, de la bondad, de lo extraño y de una cierta utopía muy mundana, valga aquí el oxímoron. El abuelo representa la memoria y la memoria es el otro mar, ese de agua densa, la que nos permite flotar, que arrojamos con un jarro sobre el océano de la neurosis, sobre el océano en que naufragamos. Esa figura, la del abuelo, abre y cierra el volumen Un nublao de tiniebla y pedernal, con el que Miguel Ángel González (Madrid, 1982) obtuvo el último premio Ciudad de Alcalá. Empieza siendo una figura parecida a la del mago y termina intentando hacer magia. Una combinación, el símbolo que es el abuelo y la figuración que es la magia, lo admirable y lo desconocido, que nos ubican en el tipo de libro con que nos vamos a encontrar.

Dividido en capítulos cortos, sencillos, como quien divide un pastel entre una multitud, Miguel Ángel González nos describe una familia que bien podría ser la suya, por las referencias que ubican el tiempo en que transcurre la vida de los protagonistas. O bien podría tratarse de una serie de personajes inventados, o una combinación de ambas, unos personajes sobre los que no falta una impronta ideal: seres que vivieron para hacer de la vida un lugar más rico, si por riqueza entendemos la acumulación de experiencias, el aprendizaje, la curiosidad y los abrazos. Los retratos se encadenan con una cortesía y una ternura que nos recuerda a Marcel Pagnol, en una estructura que nos remite, con cierta libertad, a George Perec ideando Me acuerdo –Je me souviens-. Todo desarrollado en un estilo directo que nos remite a El guardián entre el centeno. Pero no terminan ahí las improntas que va dejando el texto, a las que nos remite con mucha libertad y que están muy bien asimiladas, pues en ningún momento uno siente la tentación de pensar que nuestro autor imita. Está también la serie Cuéntame entre las imágenes que de vez en cuando se nos pasa por la cabeza a lo largo de la lectura. El narrador que recuerda la infancia vivió en los años ochenta, cuando estábamos muchos despertando, entre seres bipolares en la personalidad, pero no en la enfermedad mental. Se trata, en cierta medida, de un texto de época en el sentido en que nos habla de un momento histórico y cómo sobrenadábamos en él.

Leído a fecha de hoy, uno no puede evitar pensar cuánto hay de reivindicación en la novela. No existe internet, no existen los teléfonos móviles y casi no se enciende la televisión. La vida no sucede en las pantallas, sino en la calle, en la cocina, en la habitación donde compartimos el sueño con alguno de nuestros hermanos. De esta forma, Miguel Ángel González escribe una obra que nos recuerda que vivir ha podido ser divertido, pero que nos lleva a preguntarnos si fue algo más que divertido, pues hemos vivido también las vidas de los otros. De hecho, son las otras vidas las que se constituirán en fuente literaria, como en los tiempos de Chéjov, antes de que la literatura se alimentara de la literatura.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *