‘Mi vida al límite’, de Reinhold Messner
ANDRÉS G. MUGLIA.
Bajo ese pomposo título encontramos una biografía-entrevista que revela las experiencias, pensamientos y algo de la historia de este mítico aventurero. Sin embargo, si alguien puede ponerle ese título a un libro sin sonar pretencioso ni exagerado, ese alguien es Messner. Estamos hablando de un hombre que subió todas (sí todas) las montañas más altas del mundo. Tiene en su haber 14 “ochomiles” y fue el primero en subir al Everest sin oxígeno. Luego de ese derrotero como montañista se dedicó a las más extravagantes aventuras, como atravesar el desierto de Gobi a pie, y cruzar, también a pie y tirando de un trineo con su equipaje y material de supervivencia, todo el continente antártico de punta a punta. Empresa en la que sucumbió la famosa expedición del capitán Scott que sólo pretendía hacer un “ida y vuelta” al polo en el año 1912.
En esta jugosa entrevista en forma de libro donde Messner le cuenta al famoso reportero Thomas Hüetlin detalles de su vida, el alpinista tirolés muestra buena parte de la batería de comentarios y acciones que lo convirtieron, además de en un celebridad, en un hombre profundamente polémico.
El libro se podría llamar tranquilamente “Mi vida empujando los límites” porque eso hizo precisamente Messner desde que comenzara a escalar en su Tirol natal; primero con su rígido padre que curiosamente lo sometía a él y a sus ocho hermanos a una disciplina férrea, pero veía bien que Reinhold y su hermano menor Günter se arriesgaran en las más aventuradas escaladas. Después, demostrando una pulsión indómita por la aventura, saliendo de aquel valle cerrado al mundo, donde trabajaba matando y pelando pollos en la granja familiar durante parte del día, a buscar nuevas montañas que conquistar; pero no sólo físicas, que son a pesar de peligrosas mucho más fáciles que las otras: las personales, las que son las más difíciles de superar.
Esa búsqueda permanente por la adrenalina, el riesgo y la sensación que sólo los montañistas conocen al hacer cumbre, pero que en realidad tiene su médula en el transcurrir riesgoso, muchas veces mortal, hacia ese objetivo; lo llevó no sólo a las cimas más famosas de la tierra, sino a intentar escalarlas por caminos nunca recorridos, o con dificultades impuestas e impensadas, como subir a las más altas cumbres sin oxígeno.
Desde muy temprano en su práctica como escalador, Messner desafió los límites de su práctica. Un detalle técnico puede dar buena cuenta de su filosofía sui generis y de su rechazo a los dogmas. El joven Messner se destacó por su velocidad en la escalada en roca y paredes verticales, una de las prácticas más difíciles y exigentes del montañismo. ¿Cómo lo hizo? ¿Tenía mejor técnica o más fortaleza que los demás escaladores? No. Simplemente subvirtió el decálogo tácito del buen escalador; en lugar de fijar una clavija en la roca (y asegurar allí su cuerda) cuando ya no podía encontrar un camino seguro por donde subir, es decir cuando estaba en condiciones desfavorables y le resultaba incómodo hacerlo; fijaba su clavijas cuando las condiciones le eran favorables, y así asegurado podía aventurarse rápidamente por trepadas más arriesgadas. Si su intrepidez lo premiaba subía velozmente, si lo castigaba, estaba asegurado por la clavija que había clavado justo cuando ningún otro escalador lo hubiese hecho. Esto habla, además de su voluntad por tomar riesgos y su espíritu innegable de competencia que muchos le criticaron, de una reflexión profunda y libre de prejuicios sobre una práctica que dominaría como ninguno y que revolucionaría en muchos sentidos.
Otro ejemplo de sus desafíos a los mandatos del montañismo, fue su adopción, luego de varios años de práctica y tras la pérdida de su hermano Günter, en un desesperado descenso en medio de una tormenta tras hacer cumbre en el Nanga Parbat, de una nueva práctica de ascenso en solitario y con la menor cantidad de equipo posible. Messner desafiaba de nuevo a la escala tradicional, fundada en grandes equipos coordinados, cordadas de varios miembros que iban subiendo a las altas cumbres en etapas, con campamentos escalonados y, muchas veces, para que solamente uno o dos de sus miembros hicieran cumbre.
Cansado de esta burocracia montañera, que derivaría más tarde en lo que se dio en llamar “turismo de alta montaña” que Messner siempre deploró, el tirolés fundó la arriesgada filosofía de “andar ligero” en la montaña; con la idea de ser el completo responsable de su triunfo o su fracaso, y en todo caso de su vida, que era la única que arriesgaba en sus aventuras. Su decisión lo llevaría a que su fama creciera cada vez más, pero lo cierto fue que las condiciones que se impuso en la soledad fueron terribles, no tanto por el esfuerzo físico, sino por el condicionante de tipo psicológico de no poder compartir las decisiones que lo llevaran al triunfo o el fracaso, y en el caso de este último, probablemente a la muerte.
Relatar sus correrías, primero con libros y después con documentales, le permitió conseguir lo impensado para aquel niño que pelaba pollos en el Tirol: vivir de su pasión por la escalada y la exploración. Casi todos sus libros han sido un suceso mundial de ventas, y le permitieron, entre otras cosas, comprarse como vivienda un castillo del siglo XIII enclavado (como no podía ser de otra manera) en lo alto de una montaña a pocos kilómetros de Liechtenstein.
Con tantos admiradores como detractores, Messner renunció al montañismo después de conseguir subir a los picos más altos del mundo por los caminos más riesgosos, y se dedicó a otro tipo de exploraciones que le provocaran nuevos desafíos. Atravesó la Antártida a pie, casi muere en el Ártico en compañía de otro de sus hermanos, recorrió el Tibet intentando develar la verdadera historia del Yeti, y finalmente, como si todo aquello no le hubiese bastado, fue representante del Partido Verde por el Tirol del sur en el parlamento europeo. Esto último le presentó uno de sus más grandes desafíos, precisamente porque debía enfrentar y escalar una montaña para él desconocida y resbaladiza: la de la política.
Desencantado por sus años como político, el comienzo del siglo XIX lo encontró organizando diferentes museos sobre montañismo, donde expuso entre otras cosas la enorme colección de arte del Himalaya que ha ido acumulando a lo largo de sus múltiples expediciones. Mi vida al límite es, en cierta forma, un balance de este incansable tirolés que bajó de las montañas para construir museos y contarle al mundo lo importante que es la conquista de lo inútil.
Y, dando mis disculpas, no me atengo a las consecuencias.
mi vida al límite.
Esto es una historia real, no un invento mío… Sucedió en, Magadaskar.
La Cima del monte Everest. miedos adquiridos. A 300 pies de altura.
En una colina, a 300 pies de altura,
en la cima, espesa, y la anchura, de los montes pigmeos, residía un hombre, de Grandes proporciones, conocido por todos, como el hombre de las nieves, El yeti. Y, su paseo, por el campo, dejaba, atónito, a los turistas, y les hacía sacar sus cámaras de sus bolsas, y ponerse a echar fotos, a por ejemplo: una sombra, intentando acceder a la imagen del yeti, que corría veloz, o una planta, aparte de su aspecto blanco, el yeti, murmuraba, escondido entre las flores, un miedo adquirido a los forasteros, y entonces, el cazador dispara hacia la sien izquierda, del yeti, y le probee de varios balazos. El cazador es recompensado con 245 monedas de Oro, que es su recompensa final, y asi provee de viveres a sus padres, y hermanos, y de un buen pollo, para asarlo en la cocina, por la noche, cuando ya el sueño les condujese despues a el sueño, y la Luna y las estrellas brillaran… en un cielo nocturno, de febrero. Fin. Etc, etc, etc… FIN.