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‘Díptico de la oruga’, de Salvador Luis

RAQUEL JIMENO REVILLA.

Desde la entomofobia que se torna entomofilia, estas dos nouvelles dejan bien claro, ya con la asociación de citas iniciales pertenecientes a Orlan, Orson Scott Card y Clarice Lispector, que no van a dejar concesión a acomodarse. Si bien ambas cuentan con un protagonista llamado David que nos llena la cabeza de alusiones a la Nueva Carne, Culminación, la primera de ellas, se inclina más hacia lo pulp, mientras que Nebulae, la segunda, adopta la forma de un soliloquio evocador, no exento de continuas rupturas de lo esperable en su desarrollo.

En Culminación, David, escritor de ciencia ficción entomofóbico, a medio camino entre Ziggy Stardust y Albert Camus, es captado por su antiguo compañero Howard para formar parte de la Congregación, una secta de Ontario con sede en un idílico paraje entre ciervos y cerezos en flor. Ambos fueron, en sus tiempos universitarios, fans del también autor de ciencia ficción Raymond Ashcroft, convertido en escritor de culto y del que se sospecha un posible origen extraterrestre. Si bien Howard abandona el mundo literario, David continúa teniendo a Ashcroft de referencia, especialmente su cuento Muerte en Liberty Station, que narra la destrucción del planeta por una invasión de artrópodos alienígenas, así como el recuerdo constante de sus novelas, ya que la unión de sus títulos, 12345, suele revelársele como premonición de cambios trascendentales en su vida. A pesar de la disrupción de elementos brutales, como el uso de la sustancia sintética llamada Espíritu Santo para someter a las “masas débiles”, creador de una legión de yonquis sometidos por la fuerza de las siamesas humanoides Vana y Gurke, David ingresa rápidamente en la élite de la Congregación, en contacto directo con Rex, gran encéfalo-tarsio venido de las estrellas que, junto con sus elegidos, se propone salvar el mundo del ataque de insectos extraterrestres. En una ambivalencia que diluye las dualidades tradicionales carne/máquina, terrestre/alienígena o masculino/femenino, los adeptos pueden ser absorbidos y expulsados por Rex en una cópula por la que David gesta los retoños de ambos. A pesar de que estos hechos son asimilados con una expectación positiva por parte del protagonista, los fogonazos de pesadillas con insectos que succionan sus vísceras y humores, salpicados en flashbacks de su infancia y pesadillas por las drogas suministradas, no desaparecen, sino que se intercalan aumentando la sensación general de inquietud de la narración. Inquietud que culmina cuando David, asistido por el doctor La Rouge, comprueba que, como resultado de su gestación y alumbramiento, crece dentro de él un antozoo que, antes que destruirlo, se fusiona con él en simbiosis, en una hibridación de lo humano con extrañas formaciones celulares, que serán las triunfantes cuando la tan anunciada invasión de artrópodos espaciales llegue y, con ella, no sólo la destrucción del mundo, sino también la posibilidad de culminación que se le da a David bajo una nueva forma, una nueva carne.

Por su parte, en Nebulae el narrador alude, desde la melancolía de la evocación, a David como “ginoide recluida en un cercenador de manos y pies”, rememorando con morbosa delectación el romance iniciado en la ciudad de Breslavia entre éste y un narrador marcado por la tumefacción de la enfermedad y la infección de ganglios y carne. A pesar de la alusión al sanatorio en el que está –y estuvieron- recluidos y a la Guerra de los Huesos que parece rodearles, el tono melancólico crea una insospechada asociación mental de géneros: desde los orígenes de David en una atmósfera de terror atávico e incipiente ciencia ficción, a un mosaico morboso y neocárnico de miembros descontextualizados; un ballet de insólitos y fascinantes puntos de vista que abarcan todo el abanico de posibilidades existentes entre el eros y el thanatos, y que exaltan lo infecto y lo fisiológicamente artificial como elementos liberadores de pulsiones profundamente humanas. Al igual que las nebulae que les dan título, de esta acumulación de materia, gases y humores en la que, no sin inquietud, nos vemos en algún momento reflejados, puede dar a luz a abyectas –y brillantes- estrellas.

Con su lenguaje preciso y a la vez exuberante, Salvador Luis nos regala de nuevo su capacidad de generar una asociación de imágenes insólitas en las que nos vamos adentrando paulatinamente para vislumbrar un complejo y sutil juego con espacios y tiempos, minuciosamente trabajado, que nos abre unas vías de exploración por las que avanzar fascinados, entre la sorpresa y la reflexión que nos genera la profundidad de las pulsiones subyacentes. Una lectura capaz de sacarnos de nuestro umbral de percepción habitual y provocar, como la oruga que le da nombre, agujeros de gusano mentales hacia dimensiones desazonadoras y fascinantes.

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