Una nueva luz en el fondo de la caja

Elena Marqués.- No sé estas modernas generaciones, pero aquella a la que yo pertenezco tenía ciertas aficiones coleccionistas. Todos, niños y jóvenes de ambos sexos, disfrutábamos almacenando estampas y cromos, imágenes troqueladas de flores y animales, de ángeles y mariposas, de futbolistas y globos aerostáticos. Los intercambiábamos cuando descubríamos uno repetido; nos emocionábamos al encontrar alguno especial, por su color o su rareza; disfrutábamos de su contemplación sin necesidad de más compañía. Al llegar del colegio, cumplidas las tareas, nos abismábamos en sus destellos de pequeñas joyas, sus guiños exóticos, sus deliciosos detalles reunidos en una caja de lata o de cartón que escogíamos también por su belleza, conscientes de que éramos poseedores de un particular tesoro que había que conservar en el fondo del armario como algo personal y valiosísimo.

La Caja de cromos que el polifacético Florencio Luque comparte con nosotros, esta vez en el delicado recipiente en el que suele envolver sus obras Cypress en su colección Apeadero de Aforistas, contiene un atinado y útil florilegio de pensamientos para volver, como entonces, a deleitarnos en soledad, para rebuscar en cada uno de sus compartimentos («Secretos», «Sueños», «Retratos», «Disfraces» y «Esbozos») con la seguridad de que vamos a encontrar en ellos una buena colección de sentencias (a veces semejantes en su fondo, pero siempre con matices nuevos) que inviten a la reflexión (hay temas, ideas, motivos que ya rondaban en el primer libro de aforismos de Luque, El gato y la madeja; léase los sueños, el tiempo, el recuerdo —«Una caja de música siempre custodia un trozo de infancia»—, el poema, el espejo, la falsedad de la apariencia); afirmaciones que no nos gustaría escuchar («El tiempo nunca tuvo corazón»; pero, por el contrario, «Mientras soñamos, el tiempo nos ignora», «Todo acto de amor restaura el mundo»); aproximaciones a la verdad, si es que esta existe («Habitamos una oscuridad compartida desde la luz del origen»); consejos para vivir, por llamarlos de algún modo («No lo vea todo negro, ponga una superstición en su vida»), donde en muchas ocasiones se trasluce una fina ironía como única actitud vital para afrontar el siglo que nos ha tocado en suerte («Todas las guerras están patrocinadas»); o incluso el humor abierto del juego de palabras («En el chiste el placer siempre es oral»), y a veces aparentes contradicciones que nunca lo son («Vivir es aceptar la incredulidad de estar vivo»), que es fórmula habitual en estos adagios la contraposición de términos contrarios pues, como Luque refleja en uno de ellos, «Contemplar es sumirse en paradojas», y, por ello, «Bienvenidas sean las paradojas, de ellas está hecha la vida».

Porque en el centro de todos esos aforismos en los que la brevedad y la condensación invitan a leer con ansia, cuando eso, la prisa, es lo que hay que evitar para un mejor aprovechamiento, se erige ese cúmulo de antinomias que conforman la existencia, ese hombre demediado en sus distintas facetas, desde su interioridad («Bajo los párpados cerrados todo se ilumina», «Cierro los párpados para abrir los ojos») hacia la contemplación del exterior («También en el muladar crecen flores»), que se nos impone (o simplemente se expone) sobre todo en la sección «Sueños» (la cita de Cirlot que la antecede, «Tengo un hambre sobrenatural de objetos naturales», bien puede actuar como anuncio de las estrellas y los pájaros que por ella se distribuyen), concebidos estos como el espacio de la plenitud y la libertad; desde temas constantes de la literatura y de la vida («Lo que se marcha no regresa; lo que regresa no se ha ido»), obsesiones de filósofos y pensadores («Puedes llenarte de todo sin saber qué te falta»), a minúsculas escenas poéticas que bien podrían devenir en haikus («La ínfima hoja que rinde tributo al otoño hace trascendente el instante en el que cae»), o reflexiones sobre la creación y su trascendencia («El poeta se transparenta en la palabra; la palabra transparenta su nada», «Lo que la palabra vela, lo hace transparente el poema», «Quien escribe frecuenta a un desconocido», «El arte nos regala la intuición de lo que no existe», y así); desde observaciones personales («Mi fe solo llega a contemplar la montaña»), constatación de hechos cotidianos («La parte positiva de nuestras desgracias siempre la ven otros»), a la confirmación de lo universal a la que la buena literatura siempre aspira.

De Florencio Luque admiro lo atinado de cada una de sus palabras, la sabia elección del ángulo desde el que escuchar, la trascendencia que encuentra en la sencillez de todas las cosas. La capacidad para ver con las manos y tocar con los ojos y destilar así (un aforismo tiene mucho de sublimación, no es sino un alambique donde extractar la esencia de) frases tan solemnes como sencillas, tan complejas como verdaderas, tan musicales (la música forma parte de su vida, como la pintura, pues seguro que comulga con este pensamiento de sus «Esbozos»: «El arte no nos cubre de la intemperie en la que estamos, pero hace que, al menos durante un instante, cese la tormenta») como, en ocasiones, desesperanzadoras («Los altares proyectan la sombra de nuestra indigencia»).

«Si dejas reposar tu mirada sobre las cosas, las cosas se embellecen». Creo que no hay mejor modo de concluir este comentario que invitando al lector a detenerse, a observar («Cuando contemplé la rosa, la rosa fue mi dueña»), a demorarse en cada aforismo, a dedicarle el tiempo preciso, a barajar estos cromos en soledad y con la certeza de que podremos recurrir a ellos cada vez que nos apetezca y descubrir, olvidadas todas las respuestas, una nueva pregunta, una nueva luz en el fondo de la caja.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *