El olvido que seremos (2020), de Fernando Trueba – Crítica
Por Jordi Campeny.
Entre otras cosas, el arte permite la posibilidad de reconstruir a los ausentes. Son múltiples las expresiones artísticas que han recreado la figura del padre. El padre ausente, el padre tirano, el padre entregado, el padre amoroso. De Kafka a Paul Auster; de Philip Roth a Raymond Carver. De Vittorio de Sica a Richard Linklater; de Terrence Malick a Tim Burton –pasando por Florian Zeller, con su reciente y brillante The Father–.
Las relaciones paternofiliales han dado lugar a multitud de traumas y refugios, a motivos para hundirse y tablas de salvamento. Una de las grandes novelas de la década pasada fue, precisamente, un hermoso, conmovedor e inolvidable homenaje al padre del autor, el colombiano Héctor Abad Faciolince, con un título inmejorable, poético y certero: El olvido que seremos. Fernando Trueba, el director que ha adaptado al cine la novela, comentó en un coloquio que es un libro tan especial y honesto que, una vez leído, no puedes hacer otra cosa que regalarlo a las personas que más quieres. Y es que si hay una única certeza en la vida es que todos somos el olvido que seremos.
La segunda quincena del pasado mes de abril, el barrio de Gracia barcelonés acogió su segundo Barcelona Film Festival pandémico. En él disfrutamos de un sinfín de películas, de las que cabe destacar la inaugural Una joven prometedora, pura dinamita; una propuesta visceral, audaz y desacomplejada que planta cara, sin miedo al ridículo, y con toques de venganza tarantiniana, a la cultura de la violación. Por otro lado, mención especial a la película ganadora, la francesa Pequeño país, sencilla y devastadora aproximación al genocidio ruandés contada a través de los ojos de un niño. Próximamente estará en salas; no se la pierdan. Y entre grandes estrellas invitadas, adaptaciones literarias y un recorrido por el mundo mágico de Chaplin, uno de los preestrenos más esperados del certamen fue, precisamente, la adaptación de la obra de Abad Faciolince, dirigida por el veterano Trueba y magistralmente interpretada por el siempre perfecto Javier Cámara.
Novela y película narran de manera íntima la vida de un hombre bueno, el médico Héctor Abad Gómez, carismático líder social y hombre de familia; un destacado activista por los derechos humanos en el violento Medellín de los años 70. Qué asombroso resulta a veces el poder profético del cine: justo coincide el estreno de la película con este nuevo capítulo sangriento que está atravesando el país.
El olvido que seremos ofrece en color y con un punto almibarado la época dorada de la niñez, de la familia unida, de los almuerzos multitudinarios, del amor que parecía poder con todo. Y, en una decisión que se antoja un tanto arbitraria, pasa al blanco y negro para el tramo en que el niño protagonista se convierte en adulto. El resultado es un drama familiar tierno, luminoso y entrañable que, sin embargo, adolece de cierto academicismo un tanto añejo. La reconstrucción del país y del momento histórico es notable, y resulta imposible no empatizar con este ser de luz que se dejó, literalmente, la vida para ayudar a los demás e intentar construir un futuro mejor para sus hijos y para todos los hijos de los hijos que vendrían. Las primeras escenas familiares rezuman vida y verdad y un guion hábil y laborioso –firmado por David Trueba– consigue sumergirnos en el drama y el torbellino social sin que apenas notemos las más de dos horas de metraje. Cabe destacar el doble homenaje de Trueba: al doctor y también al país. Colombia. Multicolor, exhuberante, bella y profundamente herida. Sin embargo, la afectación que asoma a ratos durante la primera parte del metraje, se desborda en su tramo final –relamido, alargado y un tanto sensacionalista– lastrando y adulterando el resultado de la película.
En definitiva: una novela memorable y una película digna –a secas–. Tanto una como la otra hallan su baza principal en la bellísima y fértil relación entre padre e hijo. Porque, aunque nos hable de dos seres concretos, en un lugar y un tiempo lejanos, las relaciones paternofiliales nos interpelan –de un modo u otro– a todos. Porque todos tenemos o tuvimos un padre, y queramos o no, algo de él quedó en nosotros. Porque, como dicen los versos que abren la novela de Abad Faciolince: Por amor a la memoria, llevo sobre mi cara la cara de mi padre.