‘Días de hambre y miseria’, de Neel Doff

Días de hambre y miseria

Neel Doff

Traducción de Javier Vela

Firmamento

Cádiz, 2021

189 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

El tema de la dignidad de la pobreza es, en realidad, el asunto de cómo intentar mantener la dignidad en la pobreza. Volvemos a ver La quimera del oro, de Charles Chaplin, y sonreímos frente al vagabundo que, muerto de hambre, limpia con esmero -y con los codos- los platos antes de servir la mesa. Frente a las tripas que rugen de su acompañante, presenta una sonrisa forzada e inocente. Mastica la suela del zapato como si quisiera sentir el deleite en el cielo del paladar, mientras pone los ojos en blanco, y se resiste a perder el último síntoma de ser humano, que es la compostura en la mesa. Sin embargo, ese vagabundo se encuentra en un entorno aislado, sin civilización que le acorrale, lo cual le permite los gestos sin caer en el ridículo, y a nosotros verlos reflejados en la pantalla como lo que es, una representación y no una realidad. Porque el problema de la dignidad de la pobreza es la humillación, el acoso y derribo social a cuenta de la humillación. De eso trata este libro, Días de hambre y miseria, que se nos presenta como una obra de tintes autobiográficos.

“Esta mujer piadosa, aunque poco avezada en los dominios de la psicología, se dirigió a las chicas diciendo que una de sus compañeras no tenía nada que comer, por lo que quienes tuvieran tostadas de sobra debían compartirlas con ella.

“Yo estaba junto a la hermana, temblando de vergüenza. Prefería el hambre, que era ya una vieja conocida, a una mortificación semejante. El hambre es silenciosa y, si tú también sabes mantenerte callada, se limita a destruirte suavemente”.

Y la monja soltará, a la protagonista, a nuestra narradora, a los pocos segundos la frase que demolerá todo lo que ha podido construir contra la vida:

“-No debería darte vergüenza confesar tu pobreza. Tus compañeras te demostrarán que son mejores que tú.”

La familia de la protagonista está formada por una madre que siempre aparece cansada, un padre casi siempre ausente y nueve hermanos. Ella es uno de los hijos mayores y a lo largo de los años que dura el relato, vemos cómo evoluciona, asumiendo responsabilidades, aceptando parte de las funciones de los padres. Mientras tanto, tiene que afrontar los embrollos que son propios de la época en que sucede el relato, alrededor de 1900, como la escolarización y la desescolarización, y la presencia permanente de la religión. Además de los peligros constantes de asomarse a la calle, incluidos los que tienen que ver con el sexo y los abusos.

Para poder llevar a cabo un proyecto contundente acerca de la pobreza, la autora, Neel Doff (Buggenum, Países Bajos, 1858 – Ixelles, Bélgica, 1942) recurre a la memoria tras dejar pasar mucho tiempo. Así es como puede llegar a permitirse narrar sin aversión, sí, pero carente de casi cualquier otro tipo de emoción. Leídas a modo de memorias, estos cuadros son lo opuesto a las de Proust, pues aquí el sentido moral deberá extraerlo el lector del territorio de los sucesos, no del terreno del estilo. Eso es lo que hace necesario este tipo de lecturas, que nos enfrentan a la marginación en términos en los que parece que el arte va a quedar apartado. Algo tan difícil que sólo está al alcance los verdaderos artistas.

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