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Roberto Bolaño, un póstumo y contundente gancho de izquierda

PEDRO LUIS IBAÑEZ.

La personalidad creadora del autor de Estrella distante se deja sentir en sus obras. La singular óptica con la que abordaba la literatura hacia de esta un arca donde embarcar las especies literarias de su sobresaliente imaginario.

El baile del boxeador es un ademán técnico. No es floritura. El juego de piernas y el balanceo del cuerpo están bien, pero la danza enmarca a los que pelean en otra disposición espacial en el ring. Aprestarse a desenfundar el golpe es fruto de la meditación belicosa frente al otro. Pensar mientras los puños están en alto no está reservado para muchos. Sobre todo si el golpe es tan directo que se hace invisible en su electrizante ejecución. La literatura posee cierta analogía. Sacudir un saco de entrenamiento es una cosa y lanzar tu puño al mentón del contrincante es otra. Escribir de pose es una impostura aceptada, hacerlo desde las tripas es la exigencia de la contracorriente. En el microrrelato Epitafio para un boxeador, de Ignacio Aldecoa, encontramos la diferencia, «Abrieron el ataúd antes de meterlo en el nicho. Las monjas del hospital no habían logrado cruzar piadosamente las manos del excampeón, que conservaba la guardia cambiada con el brazo derecho caído según su estilo». Pero el estilo no surge espontáneamente. Hay que fajarse a conciencia para adquirirlo. Porque la escritura auténtica no se remite a lo convencional o politicamente correcto como comprobamos en los anaqueles comerciales. Más de lo mismo es lo habitual. Son amagos que se asemejan a un combate de sombras. Sin embargo de nuestro encuentro con la verdadera obra literaria no salimos indemnes. Quedamos nocaut. Lo que significa que nuestro nivel de exigencia lectora se eleva y como consecuencia elude el duelo con aquellas que tan solo puede catalogarse de sparring. El estilismo no reduce el gesto torcido de quien se afana en pegar con la palabra justa y directa, sin ambages.

A esta óptica concierne la de Roberto Bolaño. Escribió a contrarreloj. La muerte era inevitable al igual que la escritura que ejercía sin concesiones. Forjada entre el exilio y la derrota. De ahí su ser y estar indómitos. La intrepidez de un autor sostenido exclusivamente por su propio esfuerzo. Su acervo era individual como así parecía transfigurarse desde la altiva y diferenciada soledad de su palabra. Un conjunto de bienes propiciado por su aguda y equidistante actitud hacia la autocomplacencia. Para muchos insolente. Para otros indispensable en su consecuencia menos amable pero no por ello menos justa y necesaria: decir lo que se piensa desde la intelectualidad proletaria. La etimología de la palabra proletario -de origen latino proletarius– nos desvela esta adopción consciente en la aseveración del autor de La literatura nazi en América. Recordemos en este sentido el texto original e inacabado que tenía previsto manifestar en su intervención durante el I Encuentro de Escritores Latinoamericanos, organizado por la editorial Seix Barral en Sevilla, en el mes de junio de 2003, y que sustituyó por el texto titulado Los mitos de Chtulhu al previsto Sevilla me mata. Se expresaba de esta manera, ciertamente lacónica e irónica: «Por el contrario, ahora, sobre todo en Latinoamérica, los escritores salen de la clase media baja o de las filas del proletariado y lo que desean, al final de la jornada, es un ligero barniza de respetabilidad. Es decir, los escritores ahora buscan el reconocimiento, pero no el reconocimiento de sus pares sino el reconocimiento de lo que se suele llamar «instancias políticas», los detentadores del poder, sea éste del signo que sea (¡a los jóvenes escritores les da lo mismo!), y, a través de éste, el reconocimiento del público, es decir la venta de libros, que hace felices a las editoriales pero que aún hace más felices a los escritores,, esos escritores que saben, pues lo vivieron de niños en sus casa, lo duro que es trabajar ocho horas diarias, o nueve o diez, que fueron las horas laborables de sus padres, cuando había trabajo, además, pues peor que trabajar diez horas diarias es no poder trabajar ninguna y arrastrarse buscando una ocupación (pagada, se entiende) en el laberinto, o, más que laberinto, en el atroz crucigrama latinoamericano».

El autor chileno afincado en Blanes -España- no debía nada a nadie. Le quedaba apenas un mes de vida. No tenía que fingir. En todo caso sonreír lacónicamente tras las montura de sus gafas y el humo del cigarrillo, observando la banalidad literaria que le rodeaba en el último tramo de su vida. Él moriría, pero Arturo Belano -su alter ego literario en apreciación admirativa a Arthur Rimbaud- no ardería en el infierno ni a la temperatura de Fahrenheit 451, los lectores lo hemos refugiado en nuestra lectura salvadora. El límite era insalvable salvo para la palabra escrita que elaboraba y mantuvo hasta el final de sus días. En este año 2021 se cumplirá el dieciocho aniversario de su fallecimiento. El mal de hígado que padecía le obligaba a frecuentar el hospital Vall d´Hebrón en Barcelona. Mientras el goteo vital se desvanecía por momentos, el literario avanzaba a marcha forzada para completar 2666, su última obra concebida por entregas. Revelación de una forma de ser y estar ante el mundo, a la contra y tanteando antes de lanzar su póstumo y contundente gancho de izquierda.

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